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El Papa en los campos de exterminio

LA visita apostólica de Benedicto XVI a Polonia, culminada en los campos de Auschwitz y Birkenau, ofrece un balance muy positivo. El carácter universal del mensaje evangélico se ha impuesto sobre cualquier localismo de vía estrecha. Ciertos sectores expresaban sus dudas sobre la recepción popular, en un país martirizado por la barbarie a un Papa de origen alemán y cuya juventud transcurrió en pleno periodo nazi. Los datos, sin embargo, son concluyentes: así, una multitud de casi dos millones de personas ha seguido con entusiasmo la ceremonia celebrada en Cracovia. Ratzinger fue el principal colaborador de Juan Pablo II y ha rendido a su antecesor el homenaje de admiración que merece aquel gigante de la historia universal, invitando a «cultivar su herencia» de pensamiento y acción y reiterando su deseo de que concluya cuanto antes el proceso de canonización y sea elevado a los altares. El Papa actual ha peregrinado a los pueblos y ciudades que marcan la biografía de su antecesor, cuya personalidad excepcional tiene una importancia decisiva para la derrota del totalitarismo en todas sus dimensiones. Es muy significativo que la plaza mayor de su ciudad natal se llame ahora Plaza de Juan Pablo II, después de haber sido sucesivamente Plaza de Adolfo Hitler y del Ejército Rojo.
En Auschwitz fueron aniquilados más de un millón de judíos, unos 150.000 polacos y miles de personas de otras nacionalidades y creencias. El Papa ha expresado rotundamente la condena de la Iglesia a las atrocidades cometidas por el régimen nacional socialista, poniendo de relieve su condición «neopagana» y el carácter inhumano de una ideología basada en la superioridad racial. Su entrada solitaria y silenciosa en el campo de exterminio, la visita al tristemente célebre «bloque 11», el recuerdo a san Maximiliano Kolbe y el encuentro con una delegación de supervivientes constituyen hitos simbólicos de esta visita histórica. La reconciliación entre alemanes y polacos, más allá de la trágica reiteración de enfrentamientos seculares, apunta a un hecho decisivo: la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría han dado paso a un tiempo nuevo en el que las dos grandes naciones comparten un proyecto común en la Unión Europea. Hay que insistir, no obstante, en el carácter universal de la Iglesia, que se sitúa muy por encima de elementos coyunturales como la procedencia geográfica de su cabeza visible. En este sentido, el Papa ha reclamado una recuperación del espíritu cristiano para una Europa sumida en un proceso de secularización que, no obstante, no debería ser exagerado si consideramos la enorme cantidad de personas que se movilizan para seguir el mensaje papal. Quienes auguraban un pontificado marcado por el dogmatismo y la intransigencia se han encontrado -una vez más- con un Papa que combina el rigor intelectual con la cercanía personal y que sabe buscar el punto de encuentro entre la razón y la fe según la mejor tradición de la historia de la Iglesia.

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