La «roja»
... El mérito impagable de «la roja» es que nos ha ratificado en que somos algo más que una yuxtaposición de sociedades vecinas sin afecto común. Ha demostrado que España es, simplemente, ni más ni menos que España...
LA gente se pone las pinturas rojigualdas de la guerra deportiva en sus mejillas, se envuelve en la bandera nacional, entona una extraña canción, formula conjuros belicosos -a por ellos- se deja el parné viajando a la lejana Germania, tararea el himno sin letra de una nación que parecía desaparecida en la dialéctica artificiosa de los políticos de diseño progresista y estalla en gritos de ¡España, España! cada vez que el equipo que dirige El sabio de Hortaleza le mete un gol al contrario -tres partidos que terminan en victoria-, y se concentra en la plaza de Colón en un Madrid que, poblachón manchego, achanta energías vitales con cuarenta inclementes grados de temperatura veraniega. Ha nacido la ilusión de «la roja», de la selección, no del Estado, no de Luis, sino de la selección de España que, entre aclamaciones, se hace símbolo en banderas inmensas, en banderolas, en bufandas y camisetas, en pulseras y colgantes. Todo es rojo y amarillo.
Mientras esto ocurre -y tampoco la heroicidad es tan épica, porque derrotar a Ucrania, luego a Túnez y el viernes a Arabia Saudí parecía de antemano quehacer accesible-, la clase política que nos gobierna aprueba estériles proposiciones de ley en torno a la memoria histórica que olvida a nuestro Rey - allí, en el estadio, con el saludo a flor de piel, y la Reina, en sonrisa abierta, y al futuro que son los Príncipes de Asturias, acompañando al pueblo- y pretende sellos y esfinges de aquella prehistoria democrática que fue la II República; y mientras, los ciudadanos vibran en Alemania y en La Coruña y en Sevilla -y en el mismísimo Bilbao, si lo sabré yo, que de siempre allí tuvo la selección tirón y ahora se ponen displicentes mis paisanos porque del Athletic no hay rastro en el combinado de Luis-, y aquí se habla de diálogo con los terroristas y de conflictos inventados.
La historia emerge, sin embargo, en esa ciudadanía que se refleja en un equipo de once hombres que corren en pantalón corto tras y con un balón y tratan de introducirlo en la portería contraria porque ese acto lo es de patriotismo, de ¡oé, oé!, que es la consigna más fecunda de cuantas hemos oído en España en estos últimos meses. Esa gente es la que vacía las calles cuando juega «la roja», pero que no va a votar -menos de la mitad de la que podía hacerlo- un Estatuto de autonomía para Cataluña que ha constituido el más grave de los fiascos de esta etapa política que comienza a ser destructiva y banal y requiere -y esta es la clave- de una ilusión colectiva y unitaria, en la que todos nos podamos reconocer, en la que nos igualemos -¡somos normales!- a los alemanes, a los franceses, a los italianos, a los argentinos, a los saudíes, a los tunecinos; en la que nos parezcamos a todos los demás pueblos que lo son porque se sienten entrelazados no sólo en intereses sino también en afectos y en compromisos.
Todo eso consigue la selección española -como por ensalmo- adaptándose a estos tiempos de jergas -«la roja»-, cuando hasta los más optimistas suponían que España era, en nombre, en concepto y en realidad social, una entelequia decadente y afligida, batiéndose en retirada. Y resulta que no, que el fútbol, que el Mundial 2006 en Alemania, cuando aparentemente España deja de ser una nación para convertirse en nación de naciones, en un proceloso magma de banderías vecinales, se viene a transformar en un talismán que une y que hace que hasta los medios más progresistas, es decir, menos nacionales y más cercanos a la aceptación de la implosión española, detecten el latido social y se pongan a favor de corriente -¡oé,oé!- y nos inunden, con palabras y con imágenes de una españolidad sin complejos, y popularicen el himno sin letra que, tozudamente, se tararea para no ser menos que La Marsellesa gala o el Dios salve a la Reina de los ingleses. Muchos comienzan a pensar que José María Pemán tenía razón y que aquella letra hímnica hubiese alcanzado con algunas modificaciones en este junio de calores alemanes el sentido que jamás le encontraron ni unos ni otros. El himno nacional, por cierto, es la Marcha Real -Real, de Reyes, de esos, abuelo, padre e hijo preteridos por la memoria histórica-, un himno que no tiene ahora más significación que ser la sintonía española que empapa los ojos del balear Rafael Nadal en las pistas de tierra batida en París y que envuelve la alegría del asturiano Fernando Alonso, abrazado a una Cruz de la Victoria estampada sobre el azul límpido de la enseña del Principado.
Algo pasa y no sabemos muy bien qué pasa; pero «la roja» eleva la presión emocional, logra huecos en las agendas más apretadas, reúne ante el televisor a amigos y familias, empuja a jóvenes y mayores a las calles enarbolando banderas con el grito encendido. Y puede que todo este fenómeno sea efímero y caigamos en octavos ante Francia y no pasemos ese corte que hace más grandes a las selecciones grandes. Pero aunque haya sido una fugacidad patriótica, aunque se haya producido un ensalmo colectivo, aunque esa revuelta de ilusión no haya consistido en nada más que un desahogo en los compases iniciales de un verano caluroso después de un curso político infernal, habrá que leerlo como una señal, o como un síntoma o como un poso en el subconsciente colectivo que -acaso como una necesidad de autenticidad- haya precisado manifestarse para gritar una verdad sin guión ni discurso, de manera espontánea y auténtica.
Espontaneidad y autenticidad, dos conceptos de los que carece nuestra realidad política, que comienza a fluir por un circuito paralelo al popular, distanciado de las inquietudes sociales, ajeno a sus intereses, de espaldas a un afán integrador que se percibe en la calle y se ahuyenta en los despachos. El patriotismo que hacen los políticos suele ser demagógico e interesado, pero la desnacionalización de España, la destrucción del acervo común, la desintegración de las empresas colectivas, la eliminación de una convivencia cordial mediante la búsqueda de las diferencias hueras y el desprecio de las afinidades, conduce a que haya una respuesta popular que se hace tangible cuando encuentra un elemento precipitante.
Ha sido «la roja», la selección de fútbol de España, la gran urdidora de una nueva ilusión, la descubridora de un sentimiento hondo y escondido -¿aprisionado quizá?- que ha alcanzado una energía extraordinaria. Se confundirían aquellos que vean en esta germinación de patriotismo -no olvidar a Nadal ni a Alonso, también fenómenos sociales en los que las gentes se reflejan en sus aspiraciones- una especie de histeria pasajera. Si no les valió la abstención catalana del domingo pasado, añádanle ahora esta ilusión colectiva por «la roja» y vayan atando cabos, porque las cosas no ocurren por casualidad sino por causalidad. Y la causa de lo que está ocurriendo no son las victorias -insisto en que modestas- del combinado nacional español, sino que en ellas se diluye la frustración de una pérdida de identidad colectiva provocada de manera artificiosa y egoísta, frívola e irresponsable. El mérito impagable de«la roja» -llegue a donde llegue en este Mundial teutón- es que nos ha ratificado en que somos algo más que una yuxtaposición de sociedades vecinas sin afecto común. Ha demostrado que España es, simplemente, ni más ni menos que España. Y así será aunque la ilusión parezca a algunos un espejismo consecuencia del calor de este verano prieto y seco de 2006 que la izquierda gobernante ha proclamado como el año de la memoria histórica. ¡Vaya empatía entre el pueblo y el poder!
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC
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