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La dignidad del lenguaje

La dignidad del lenguaje

La dignidad del lenguaje

Jorge Enrique Mújica

equipogama@arcol.org

Tomado de Andalucía Liberal

“Nos pusimos en el sendero que conduce al pozo, atraídas por la fragancia del bosque que lo rodeaba. La maestra tomó mi mano y la metió en la fuente de agua. Así, mientras la corriente fresca se deslizaba por mi mano, trazó sobre la otra la palabra “agua”, primero lentamente y después más rápido. Yo estaba ahí inmóvil, toda atenta al movimiento de sus dedos. De pronto tuve la oscura percepción de algo olvidado -un estremecimiento por la reaparición de un pensamiento sabido- y se me desveló el misterio del lenguaje. Capté que “a-g-u-a” significaba aquella frescura maravillosa que recorría mi mano. Las palabras vivificadoras despertaron mi alma, la iluminaron, le alegraron, le daban esperanzas. Las barreras estaban todavía, es verdad, pero con el tiempo serían abatidas.

Me alejé del pozo toda llena del ansia de aprender. Todas las cosas tenían un nombre y todo nombre hacía nacer un nuevo pensamiento. Llegada a casa me parecía que todo objeto que tocaba vibraba de vida nueva. Era porque yo veía todo con la extraña vista que había recibido. Aquel día aprendí tantas palabras nuevas… No recuerdo cuáles fuesen: pero recuerdo que aprendí: madre, padre, hermana, maestra, palabras que hicieron florecer el mundo para mí.

Cuando por la tarde me acosté en mi cama, hubiese sido difícil encontrara una niña más feliz que yo, toda vibrante como estaba por la alegría de aquella jornada memorable que se prolongaría en los días que seguirían”.

Así cuenta Helen Keller en su libro autobiográfico el modo como se le desveló el misterio del lenguaje. A la temprana edad de 19 meses había sufrido una gravísima enfermedad causante de que quedase sorda y ciega. Anne Mansfield Sullivan, del Instituto Perkins para ciegos, enseñó con paciencia a Helen a pensar inteligiblemente y a hablar usando el método Tadoma: tocando los labios de otros mientras hablan, sintiendo las vibraciones y deletreando los caracteres alfabéticos en la palma de la mano de Hellen. También aprendió a leer francés, alemán, griego y latín en braille. A los 24 años, en 1904, se graduó cum laude en el Radcliffe College. Fue la primera persona sorda en graduarse de la universidad.

Es evidente que el hombre piensa. El hombre habla, expresa su pensamiento mediante palabras y de este modo lo comunica a otros. El hablar es una característica propiamente humana. Los animales se comunican por medio de signos pero no hablan: usan un lenguaje fijo e inmutable: la oveja bala, la vaca muge, el gallo quiquiriquea, pero siempre de la misma manera en todo el mundo. El lenguaje humano cambia de pueblo a pueblo, de lugar a lugar, de época a época. El lenguaje animal es natural, el humano convencional, se aprende. Ni el canario ni el buey hacen ningún esfuerzo por aprender su “lenguaje”, les es natural.

El testimonio de Heller Keller nos pone de manifiesto una realidad indiscutible: la dignidad del lenguaje. No se puede ocultar que hoy en día el lenguaje ha pasado a formar parte de un hábito minusvalorado. Ya no nos damos cuenta del valor que entraña, de la importancia que en realidad tiene. Hemos empezado a negarle su sentido y las consecuencias son evidentes: parte del gran problema de fondo que hay en temáticas en boga como la eutanasia, el aborto o el reclamo de reconocimiento de uniones de hecho, entre otras muchas, es, en buena medida, una cuestión de lenguaje o, más propiamente, de mal empleo que de él se hace. No hay peor manera de degradarlo, mancillarlo y despojarle de su dignidad que a través de la mentira. Y es que el lenguaje, la palabra, tiene vocación de verdad y en ella encuentra su plenitud.

El lenguaje entraña, las más de las veces, verdad; de ahí su dignidad la cual exige llamar a las cosas por su nombre y no ocultar su esplendor y rigor aunque nos cueste. Un gran literato del siglo pasado, Camilo José Cela, premio Nobel, por cierto, hizo un reclamo a la reivindicación de la palabra, del lenguaje; llamar a las cosas con su nombre y no adornarlas, atenuarlas o sofocarlas so pretexto de no ofender. Este proyecto del Nobel español es, de suyo, una inclusión a no palidecer el lenguaje; reivindicación que se podrá ejecutar en la medida en que no perdamos nuestra capacidad de asombro; proyecto que se cumplirá en tanto en cuanto no nos sintamos merecedores de un don tan alto como el de poder expresarnos. Quizá si no tuviésemos la capacidad ordinaria de dialogar, pronunciar un “hola”, un “te quiero”, un saludo a través del lenguaje habitual en el que nos es común, apreciaríamos más esta capacidad que tenemos. Esto lo captó Hellen y por eso nunca fue una costumbre para ella el poder comunicarse.

El asombro ante el lenguaje debería ser un asunto de todos los días. No podemos caer en el vacío de la irreflexión en la cual se da por supuesto lo que se tiene y nos hace despojar, incluso sin darnos cuenta, de valor a todo lo que tenemos. Las palabras lo soportan todo, la naturaleza no. Podemos decir que existen los círculos cuadrados aunque no sea verdad pero eso es comenzar, luego ya sabemos dónde se termina (llamando muerte dulce a la eutanasia, interrupción del embarazo a los abortos o asesinatos de seres inocentes o matrimonio a las uniones homosexuales, todo en nombre de una manipulación que busca abiertamente los intereses particulares y no la plenitud de verdad que las palabras entrañan en correspondencia a verdades de fondo).

Tal vez no hace falta experimentar lo mismo que Hellen Keller. Bastaría considerar el valor y dignidad del lenguaje además de una mayor reflexión antes de dejar que cualquier palabra salga de nuestra boca. Esto comporta un control, una reflexión previa. Tener la intención de hacerlas ya sería una gran ganancia. Llevarlas a cabo, será una meta en la que tendremos que empeñarnos todos los días

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