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El antídoto de la guerra

El antídoto  de la guerra

26.07.06  www.alfayomega.es


«Hoy he comprendido que los hombres se dividen en dos: los que son mis hermanos, y aquellos que todavía no saben que lo son». Así resume el cardenal
Wiszynsky en sus Memorias la experiencia de un día en que había sido torturado con especial dureza por sus carceleros comunistas. Llevaba, incluso, dos años
ya completamente aislado de todo contacto humano, y, sin embargo, sus palabras de aquel día, lejos de enrolarse en el trágico círculo vicioso de la violencia, estaban construyendo una paz que no es de este mundo, ¡pero en este mundo! Ante la guerra, ante toda guerra, sea destructora de cuerpos como de almas, ¿cabe otro camino que éste que comenzó, hace ya más de dos mil años, precisamente en esa misma Tierra Santa donde hoy vuelve a desatarse el conflicto bélico, «la sombra del Mal absoluto», como acaba de definirlo Claudio Magris en el Corriere della Sera?

La guerra en el norte y en el sur de Israel reviste de dramática actualidad nuestro tema de portada de hoy, al cumplirse el setenta aniversario del comienzo de la guerra civil española, que nos hace proclamar con especial fuerza: La guerra, nunca más, y esa fuerza no es otra, como testimonia el cardenal Primado de Polonia, que la de la oración y la penitencia, justamente lo que el Papa Benedicto XVI nos ha pedido, el pasado domingo, que hagamos a toda la Iglesia. No son cosas piadosas de quienes no tienen otros recursos más eficaces contra las guerras. En realidad, se trata del único recurso auténticamente eficaz.

Acaso esos otros recursos son capaces de generar la paz verdadera, la que vence toda guerra? La paz que anhela todo corazón humano no se logra con la fuerza de las armas, pero menos aún con la indolencia de quien renuncia a cumplir ese deseo infinito de su
corazón, porque «la paz –en palabras de la Constitución Gaudium et spes– no es la mera
ausencia de guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia», y es «efecto de la caridad», añade el Catecismo de la Iglesia católica al evocar este texto del Concilio Vaticano II.

¿Quién puede salvar los derechos quebrantados de los hombres y de los pueblos, raíz mortífera de la guerra, de espaldas a la única justicia verdadera, precisamente esa que procede de la caridad? ¿O es que puede hablarse de justicia si falta el amor, es decir, el reconocimiento del valor sagrado de todo ser humano? En su encíclica Dios es amor,
Benedicto XVI dedica a esta cuestión un párrafo realmente iluminador, que vale la pena
transcribir: «El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política.
Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones,
dijo una vez san Agustín… La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida
intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar
los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta
es de naturaleza ética. Así pues, el Estado se encuentra inevitablemente, de hecho, ante
la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra
más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica;
pero, para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente,
porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la
deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente».

Hoy el peligro de tal oscuridad parece invadirlo todo. El propio interés y la sed de poder
que dominan el mundo son incapaces de iluminar lo más mínimo los ojos del corazón. La
ceguera de quien no se deslumbra por la auténtica luz, el resplandor de Dios que envuelve
hasta el más mínimo de los seres humanos, no puede ser más total. Es la sombra del Mal absoluto que alimenta las guerras, y sólo el Bien absoluto es capaz de vencerla y construir la auténtica paz. Ese Bien se llama Jesucristo, y la oración y la penitencia a que hemos sido convocados, para enfrentarnos a la guerra, no es otra cosa que seguirle a Él. No en vano, el Príncipe de la Paz la hace realidad definitiva, precisamente, en la Cruz. He aquí el único antídoto radicalmente efectivo de la guerra, y en definitiva de todos los males,
de esa ceguera que impide ver que todos son mis hermanos, también los que todavía no saben que lo son. Su fórmula la describió magistralmente Benedicto XVI, el pasado año en la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia: «Lo que desde el exterior es violencia brutal –la crucifixión–, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Ésta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo, y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos». Lo demás, vendrá por añadidura.

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