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Sartre y la Navidad

Sartre y la Navidad

Sartre y la Navidad


Queridos amigos:
 
Hace unos días me he encontrado con un texto de Jean Paul Sartre que me ha conmovido, y he pensado que qué mejor modo de felicitaros la Navidad que enviároslo. Es la voz del narrador de una obra de teatro (Barioná, el hijo del trueno) que escribió y representó (haciendo el papel de Rey Baltasar) estando en el campo de prisioneros alemán en 1940. Espero que os guste y... ¡Feliz Navidad!
 
P.
 
PD: Por si queréis leer la obra completa (a mí me ha fascinado), al final tenéis la referencia.
 

Barioná, el hijo del trueno

Narrador:
 
Voy a aprovechar este respiro para mostraros a Cristo en el establo, porque será el único momento en que le veréis: no aparece en la obra, como tampoco José ni la Virgen María. Pero como hoy es Navidad, tenéis derecho a que se os enseñe el Portal de Belén. Aquí lo tenéis.
 
He aquí a la Virgen, y aquí José, y aquí el niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Mirad, los personajes tienen espléndidas vestiduras, pero están completamente rígidos: se diría que son marionetas. Seguro que no estaban así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, da igual: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré cómo los veo dentro de mí.
 
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en un rostro humano. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo ha llevado en su seno, y ella le dará el pecho y su leche se convertirá en la sangre de Dios. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: «¡Mi pequeño!». Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten como exiliadas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como éste, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
 
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
 
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces, en los que siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: «Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí».
 
Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive. Es en uno de estos momentos como pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
 
Eso por lo que se refiere a Jesús y la Virgen María.
 
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.
 
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios ha explotado como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar.
 
 

Jean Paul Sartre
Barioná, el hijo del trueno
(Voz de Papel, Madrid, 2004)

 

 

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