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“[Más sobre el estado laico...] Histórico encuentro

[Más sobre el estado laico...] Histórico encuentro entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger. Las bases prepolíticas del estado liberal (I) encuentro entre jürgen habermas y joseph ratzinger en la academia católica baviera (munich) el 19 de enero de 2004 Encuentro entre el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, (Düsseldorf, 1929), el representante más sobresaliente del pensamiento laico ilustrado (de la segunda generación de filósofos de la Escuela de Frankfurt) y el entonces Cardenal Joseph Ratzinger. El diálogo fue sobre «Las bases morales prepolíticas del Estado liberal». Es decir: ¿necesita el estado liberal apoyarse en supuesto normativos prepolíticos (y por tanto no deliberativos y de decisión democrática) que preceden y hacen posible la democracia?  Abrieron la discusión los dos invitados con sendas ponencias. Primero habló Habermas, después Ratzinger. Lo que sigue fue la ponencia o  posicionamiento» de Habermas. Ambos textos han sido traducidos por el profesor Manuel Jiménez Redondo, de la Universidad de Valencia, antiguo traductor de Habermas al castellano. Ofrecemos ahora la primera parte, la ponencia de Jürgen Habermas. La semana que viene ofreceremos la visión de Joseph Ratzinger.  De ambos dos podrás extraer ideas bastantes interesantes. «Las bases morales prepolíticas del Estado liberal», según Jürgen Habermas El tema de discusión que se nos ha propuesto, me recuerda una pregunta que,
en los años sesenta, Ernst-Wolfgang Böckenförde redujo a la dramática
fórmula de si un Estado liberal, secularizado, no se está nutriendo de
presupuestos normativos que él mismo no puede garantizar[1]. En ello se
expresa la duda de que el Estado constitucional democrático pueda cubrir con
sus propios recursos los fundamentos normativos en los que ese Estado se
basa, así como la sospecha de que ese Estado quizá dependa de tradiciones
cosmovisionales o religiosas autóctonas [que no dependen de él], y en todo
caso de tradiciones éticas también autóctonas, colectivamente vinculantes.
Esto, ciertamente, pondría en aprietos a un Estado que, en vistas del "hecho
del pluralismo" (Rawls), está obligado a mantener la neutralidad en lo que
se refiere a cosmovisiones. Claro es que tal conclusión no puede emplearse
como un contraargumento contra aquella sospecha.

[0.- Plan de la presente ponencia]
Lo que voy a empezar haciendo es especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo la duda se refiere a la cuestión de si, después de la
completa positivización del derecho, la estructuración del poder político es
todavía accesible a una justificación o legitimación secular, es decir, a
una justificación o legitimación no religiosa, sino postmetafísica [1]. Pero
aun cuando se admita tal legitimación, en el aspecto motivacional todavía
sigue en pie la duda de si una comunidad que, en lo que se refiere a
cosmovisión es pluralista, podrá estabilizarse normativamente (es decir, más
allá de un simple modus vivendi) a través de la suposición de un consenso de
fondo que, en el mejor de los casos, será un consenso formal, un consenso
limitado a procedimientos y principios [2]. Pero aun cuando pudiera
despejarse esa duda, quedaría en pie el que los ordenes liberales dependen
(en lo que respecta a dimensión normativa) de la solidaridad de sus
ciudadanos, y que esas fuentes podrían secarse a causa de una "descarrilada"
secularización de la sociedad en conjunto. Este diagnóstico no puede
rechazarse sin más, pero tampoco puede entenderse en el sentido de que
aquellos entre los defensores de la religión, que son gente formada, es
decir, que son la clase culta, quieran obtener de ello una especie de
"plusvalía"  para lo que ellos defienden [3]. En lugar de eso (es decir,
para evitar esa obtención de plusvalía) voy a proponer entender la
secularización cultural y social como un doble proceso que obliga tanto a
las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a
reflexionar sobre sus respectivos límites [4]. Y en lo que respecta a las
sociedades postseculares se plantea, finalmente, la cuestión de cuáles son
las actitudes cognitivas y las expectativas normativas que un Estado liberal
puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus
ciudadanos no creyentes en su trato mutuo [5].


[1.- Justificación no religiosa, postmetafísica, del derecho]
El liberalismo político (que yo defiendo en la forma especial de un
republicanismo kantiano[2]) se entiende como una justificación no religiosa
y postmetafísica de los fundamentos normativos del Estado constitucional
democrático. Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que
renuncia a las fuertes presuposiciones tanto cosmológicas como relativas a
la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y
religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la
Edad Media, y en especial la Escolástica española tardía, pertenecen,
naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los
fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a
cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas que representa la
filosofía del siglo XVII y del siglo XVIII. Sólo mucho más tarde fueron
capaces la teología y la Iglesia de digerir los desafíos espirituales que
representaba el Estado constitucional revolucionario. Por el lado católico,
que con la idea de "luz natural", con la idea de lumen naturale, una
relación mucho más distendida, nada se opone en principio a una
fundamentación autónoma de la moral y del derecho, es decir, a una
fundamentación de la moral y del derecho, independiente de las verdades
reveladas.

La fundamentación postkantiana de los principios constitucionales liberales
[es decir, la posición que sostiene Habermas] ha tenido que enfrentarse en
el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (o de
una "ética material de los valores"), cuanto a formas de crítica de tipo
historicista y empirista. Pues bien, a mi juicio, son suficientes
presuposiciones débiles acerca del contenido normativo de la estructura
comunicativa de las formas de vida socioculturales, para defender contra el
contextualismo un concepto no derrotista de razón, y contra el positivismo
jurídico un concepto no decisionista de validez jurídica. La tarea central
consiste en este sentido en explicar [primero] por qué el proceso
democrático se considera un procedimiento de establecimiento legítimo del
derecho o de creación legítima del derecho; y la respuesta es que, en cuanto
que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión
y de la voluntad, el proceso democrático funda la sospecha de una
aceptabilidad racional de los resultados; y [segundo] por qué la democracia
y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que nos
aparecen siempre cooriginalmente entrelazadas en lo que son nuestras
constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el
establecimiento mismo de una constitución; y la respuesta es que la
institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del
derecho exige que se garanticen a la vez tanto los derechos fundamentales de
tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano.[3]

El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación (de la
estrategia de fundamentación postmetafísica que estoy considerando) es la
constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la
domesticación de un poder estatal ya existente, pues ese poder (esto es lo
que se está suponiendo en dicha estrategia de fundamentación
postmetafísica), pues ese poder, digo, ha de empezar generándose por la vía
del establecimiento democrático de una constitución (es decir, por la misma
vía por la que llega a establecerse una constitución democrática). Un poder
estatal "constituido" (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre
un poder juridificado hasta en su núcleo más íntimo, de suerte que el
derecho penetra hasta el fin el poder político, hasta no dejar ni un residuo
que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal
(muy enraizado él en el imperio alemán), que sostuvieron los teóricos
alemanes del Derecho Público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt)
había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de
contrabando algo así como una sustancia ética de lo "estatal" o de lo
"político", exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún
sujeto del poder político, que pudiera suponerse que se nutre o se está
nutriendo de una sustancia prejurídica o de algún tipo de sustancia
prejurídica[4]. De la soberanía preconstitucional de los príncipes no queda
en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora - en la forma de
ethos de un pueblo más o menos homogéneo - hubiera  que rellenar con una
soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente
prejurídica).

A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido
entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente
positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro "poder
sustentador" para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman.
Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo
dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico,
de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades
nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse
autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados
democráticamente. Si, por el contrario, el procedimiento democrático no se
entiende, como hacen Kelsen o Luhmann en términos positivistas, sino que se
lo concibe como un método para generar legitimidad a partir de la legalidad
(es lo que he defendido en "Facticidad y validez"), no surge ningún déficit
de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera
que rellenar recurriendo a sustancia normativa pre-jurídica). Así pues,
frente a una comprensión del Estado constitucional, proveniente del
hegelianismo de derechas, está esta otra concepción, procedimental,
inspirada por Kant, de una fundamentación de los principios
constitucionales, autónoma, que, tal como ella misma pretende, sería
racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.

[3.- La duda en el aspecto motivacional]
En lo que sigue voy a partir de que la constitución del Estado liberal puede
cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir,
administrando en lo que a argumentación se refiere, un capital cognitivo y
unos recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones
religiosas y metafísicas. Pero incluso dando por sentada esta premisa, sigue
en pie la duda en lo que respecta al aspecto motivacional. Efectivamente,
los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional
democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que
se entienden como autores del derecho, son más exigentes en ese aspecto,
digo, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros
de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho que se produce en
el papel del ciudadano. De los destinatarios del derecho se sólo espera que
en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son
sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les
impone. Pero algo bien distinto a lo que es esta simple obediencia frente a
leyes coercitivas, a las que queda sujeta la libertad, es lo que se supone
en lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se esperan de los
ciudadanos precisamente en el papel de colegisladores democráticos.

Pues se supone, efectivamente, que éstos han de poner por obra sus derechos
de comunicación y sus derechos de participación, y ello no sólo en función
de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es
decir, al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego
de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación
legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto, representaría en un
Estado de derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese
dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños
y que seguirán siendo anónimos y a aceptar sacrificios por el interés
general es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos
de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas, aun cuando sólo
se las recoja o se las implique "en calderilla", sean esenciales para la
existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la
socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de
una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y
de la ciudadanía. Y, por tanto, el estatus de ciudadano político está en
cierto modo inserto en una "sociedad civil" que se nutre de fuentes
espontáneas, y, si ustedes quieren, "prepolíticas".

Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus
propios presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular,
no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la
formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren,
ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de
existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas
desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de derecho sin
democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:

"¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo,
sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo
unificador que anteceda a esa libertad?"[5] La respuesta es que el Estado de
derecho articulado en términos de constitución democrática garantiza no sólo
libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo
que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar
las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los
ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en
común. El "lazo unificador" que Böckenförde echa en falta es el proceso
democrático mismo, en el que en última instancia lo que queda a discusión (o
lo que siempre está en discusión) es la comprensión correcta de la propia
constitución.

Así por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del estado
de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de
Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no
solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que
siempre se trata también de una controvertida interpretación de los
principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos
entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales, y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras
convicciones religiosas. Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás,
vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la
conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el
surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras
tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de
ese tipo de anclajes pre-políticos. El que no se está dispuesto a morir "por
Niza", ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen
ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del
holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto
conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro
que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una
"política de la memoria" de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no
resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países)
demuestra cómo en el medio que representa la política pueden formarse y
renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando
"patriotismo constitucional"[6].

Pues frente a un malentendido ampliamente extendido, "patriotismo
constitucional" no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios
de la Constitución, no sólo en el contenido abstracto de éstos, sino que
hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios
tienen cuando se parte del contexto histórico de su propia historia
nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de
hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para
la integración de una sociedad mundial de ciudadanos, constitucionalmente
articulada, (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser
suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia
mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas
de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad
política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por
jurídicamente mediada que esa solidaridad venga), sólo se produce una
solidaridad, digo, si los principios de justicia logran penetrar en la trama
más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.

[4.- Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad. De cómo ello no puede convertirse en una especie de plusvalía para el elemento religioso]
Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza
secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna
debilidad interna, inmanente al proceso político como tal, que en sentido
cognitivo o en sentido motivacional pusiese en peligro su
autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones no
internas e inmanentes, sino externas. Una modernización "descarrilada" de la
sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella
solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda
imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría precisamente aquella
constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los
miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas
aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos
subjetivos como armas los unos contra los otros. Evidencias de tal
desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en
esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía
mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político
adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados, que,
ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las
administraciones estatales, asumen crecientemente funciones de regulación en
ámbitos de la existencia, cuya integración se mantenía hasta ahora
normativamente, es decir, cuya integración, o era de tipo político, o se
producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no
solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse en creciente
medida sobre los mecanismos de la acción orientada al propio éxito
particular, es decir, de la acción orientada a las propias preferencias
particulares de uno; sino que también se contrae el ámbito de lo que queda
sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un
reforzamiento del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida
de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad
colectivas que si acaso sólo funciona ya (y ello sólo a medias) en los
ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de
decisión desplazados a nivel supranacional. Por tanto, también la
desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar
a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una
despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las
sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial, fragmentada en alta
medida, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino
(emprendido desde 1945) de una constitucionalización del "derecho de
gentes".


[5. Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración]
Las teorías postmodernas, situándose en el plano de una crítica de la razón,
entienden estas crisis no como consecuencia de una utilización selectiva de
los potenciales de razón inherentes a la modernidad occidental, sino que
entienden estas crisis como el resultado lógico del programa de una
racionalización cultural y social, que no tiene más remedio que resultar
autodestructiva. Ese escepticismo radical en lo que toca a la razón, le es,
ciertamente, ajeno a la tradición católica por las propias raíces de ésta.
Pero el catolicismo, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, se
hizo él solo las cosas muy difíciles en lo tocante a sus relaciones con el
pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político.
Pero en todo caso el teorema de que a una modernidad casi descalabrada sólo
puede sacarla ya del atolladero la orientación hacia un punto de referencia
transcendente, es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia. En
Teherán un colega me preguntaba si desde el punto de vista de una
comparación de las culturas y desde un punto de vista de sociología de la
religión, no era, precisamente, la secularización europea el camino
propiamente equivocado que necesitaba de una corrección de rumbo. Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es mucho mejor o que es más productivo no exagerar en términos de una
crítica de la razón la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto
ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es
decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino tratar tal cuestión de
forma no dramática como una cuestión empírica que debe considerarse abierta.

Con lo cual no quiero decir que el fenómeno de la persistencia de la
religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse a colación
solamente como un mero hecho social. La filosofía tiene que tratar también
de entender ese fenómeno, por así decir, desde dentro, de tomarlo en serio
como un desafío cognitivo. Pero antes de seguir esta vía de discusión,
quiero por lo menos mencionar una posible ramificación del diálogo en un
sentido distinto, que resulta también obvia. Me refiero a que en el curso de
la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía
se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes
religioso-metafísicos, dejándose envolver en ocasiones en diálogos con la
teología que, por su parte, buscaba conectar con los ensayos filosóficos de
una autorreflexión posthegeliana de la razón[7].

(Excurso. Punto de conexión o de contacto para un discurso filosófico acerca
de la razón y la revelación, lo ha constituido siempre una figura de
pensamiento que retorna una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su
fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otro; y el poder de
eso otro, que entonces se le convierte en destino, la razón tiene que
reconocerlo si es que no quiere perder su propia orientación racional en el
callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por
completo a sí misma. Como modelo sirve aquí la ejercitación de la razón en
una especie de conversión producida por la propia fuerza de la razón, o por
lo menos provocada por la propia fuerza de la razón, es decir, como modelo
sirve aquí el ejercicio de una conversión de la razón por la razón, ya sea
que esa reflexión parta, como ocurre en Schleiermacher, de la autoconciencia
del sujeto cognoscente y agente, o esa autorreflexión parta, como ocurre en
Kierkegaard, de la historicidad del autocercioramiento existencial de sí que
el sujeto busca, ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en Hegel,
Feuerbach y Marx, de la provocación que representa el desgarramiento de un
mundo ético que se escinde. Aun sin verse movida inicialmente a ello por
motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites
se transciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística
con una conciencia cósmica envolvente, ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador,
ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata
de dar prisa a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres
dioses anónimos de la metafísica posthegeliana (la conciencia envolvente, el
acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos
previos de pensamiento, y la idea de una sociedad no alienada), se
convierten siempre para la teología en presa fácil. Pues se diría que son
esos dioses mismos quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que Él mismo hace donación de sí al hombre. Fin del excurso).

Debo decir que estos intentos de renovación de una teología filosófica
posthegeliana me parecen, pues, pese a todo, mucho más simpáticos que ese
nietzscheanismo que toma en préstamo las connotaciones cristianas del oír y
el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la
venida y del acontecimiento salvífico, que hace suyas, digo, esas
connotaciones cristianas para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto
de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo
y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico. Pero,
aunque los intentos de renovación posthegeliana de la teología filosófica
resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca
consciente de su falibilidad, y de su frágil posición dentro de la
diferenciada morada de una sociedad moderna, tiene que atenerse a una
distinción genérica (pero que de ninguna manera tiene que tener un sentido
peyorativo) entre un discurso secular que, por su propia pretensión, es un
discurso de todos y accesible a todos, y un discurso religioso dependiente
de las verdades religiosas reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que
sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva
asociada la pretensión filosófica de ser él quien decida qué es lo verdadero
y lo falso en el contenido de las tradiciones religiosas que quedan allende
el saber mundano socialmente institucionalizado. El respeto que va de la
mano de este abstenerse cognitivamente de todo juicio en este terreno, se
funda en el respeto por las personas y formas de vida que evidentemente
extraen su propia integridad y su propia autenticidad de sus convicciones
religiosas. Pero el respeto no es aquí todo, sino que la filosofía tiene
también muy buenas razones para mostrarse dispuesta a aprender de las
tradiciones religiosas.

En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento postmetafísico
al que necesariamente tiene que escapársele todo concepto de vida buena y
ejemplar que se presente como siendo universalmente obligatorio para todos,
en contraposición, digo, con lo que sucede en una posición postmetafísica,
resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han
quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la redención, acerca de
lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado
como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y
subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido
hermenéuticamente vivas. Por eso en la vida comunitaria de las comunidades
religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción
sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha
perdido y que tampoco puede reconstruirse con sólo el saber profesional de
los expertos, me refiero a posibilidades de expresión suficientemente
diferenciadas y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que
respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro
de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida
distorsionados. De la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no
puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo) permite
fundamentar una disponibilidad de la filosofía a aprender de la religión, y
no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir,
precisamente recordando el éxito de sus propios procesos "hegelianos" de
aprendizaje. Con esto de "procesos hegelianos de aprendizaje" quiero decir
que la mutua compenetración de Cristianismo y metafísica griega no sólo dio
lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática
teológica, y que esa mutua compenetración no solamente dio lugar en suma a
una helenización del Cristianismo que no en todos los aspectos fue una
bendición. Sino que por el otro lado fomentó también una apropiación de
contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de
apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa como fueron
las formadas por los conceptos de responsabilidad, autonomía y
justificación, las formadas por los conceptos de historia, memoria, nuevo
comienzo, innovación y retorno, las formadas por los conceptos de
emancipación y cumplimiento, por los conceptos de extrañamiento,
interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y
comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso
original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o
despilfarrándolo. La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea
de una igual dignidad de todos los hombres que hay que respetar
incondicionalmente es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el
contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones
que, allende los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el
contenido de los conceptos bíblicos al público universal de quienes profesan
otras creencias o de quienes simplemente no son creyentes. Benjamin fue
alguien que muchas veces consiguió hacer esa clase de traducciones.

Sobre la base de esta experiencia de una liberación secularizadora de
potenciales de significado que, por de pronto, están encapsulados en las
religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene
por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico conforme al que el
equilibrio que en la modernidad se produce o tiene que producirse entre los
tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la
solidaridad), conforme al que ese equilibrio, digo, corre el riesgo de
venirse abajo porque los mercados y el poder administrativo expulsan de cada
vez más ámbitos sociales a la solidaridad, es decir, prescinden de una
coordinación de la acción, producida a través de valores, normas y un empleo
del lenguaje orientado a entenderse. Y así, resulta también en interés del
propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas
aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa
de solidaridad de los ciudadanos. Es esta conciencia que se ha vuelto
conservadora, lo que se refleja en la expresión "sociedad postsecular"[8].
Esta expresión no solamente se refiere al hecho de que la religión se afirma
crecientemente en el entorno secular y de que la sociedad ha de contar
indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas. La expresión
"postsecular" tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el
reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que
hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir, a motivos y actitudes
que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad
postsecular se refleja más bien una intuición normativa que tiene
consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos
no creyentes. En la "sociedad postsecular" acaba imponiéndose la convicción
de que "la modernización de la conciencia pública" acaba abrazando por igual
a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las
diferencias de fases que pueden ofrecer entre si) y cambia a ambas
reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la
secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, ambas partes,
digo, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio
público, y entonces también tomarse mutuamente en serio por razones
cognitivas.

[6. Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes]
Por el lado de la conciencia religiosa, ésta se ha visto obligada a hacer
procesos de adaptación. Toda religión es originalmente "imagen del mundo" o,
como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una doctrina omniabarcante), y
ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una
forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo o
de configuración global de la existencia hubo de renunciar la religión al
producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad
religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión.
Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa
de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro
de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de
miembro de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles dejan de
solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal depende de una
integración política de los ciudadanos que tiene que ir más allá de un mero
modus vivendi (es decir, que tiene que contener un fuerte contenido
normativo autónomo), esta diferenciación que se produce en el carácter de
miembro de las distintas esferas sociales no puede agotarse y no puede
reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la
sociedad secular, en términos tales que el ethos religioso renunciase a toda
clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral
social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la
comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda también seguirse
consistentemente de lo segundo. Para esta "inserción" John Rawls ha
recurrido a la imagen de un módulo: este módulo de la justicia mundana, pese
a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a
cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la
ortodoxia religiosa de que se trate[9].

Esta expectativa normativa con la que el Estado liberal confronta a las
comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de éstas en el
sentido de que con ello les queda abierta a éstas la posibilidad de, a
través del espacio público-político ejercer su influencia sobre la sociedad
en conjunto. Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como demuestran las
regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas
simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la
conciencia secular el gozar de la libertad negativa que representa la
libertad religiosa, tampoco, digo, para la conciencia secular ese goce se
produce sin costes. Pues de esa conciencia se espera que se ejercite a sí
misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La
comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas
articuladas por una constitución liberal, no solamente exige de los
creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra
manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que por el otro lado, en el
marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes
que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para
un ciudadano religiosamente amusical esto significa la exigencia, la
exigencia, digo, nada trivial, de determinar también autocríticamente la
relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano.
Pues la expectativa de una persistencia de la no-concordancia entre fe y
saber sólo merece el predicado de "racional" (es decir, sólo merece llamarse
una expectativa racional) si, también desde el punto de vista del saber
secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico
que no quede calificado simplemente de irracional (por ese saber secular).
Así pues, en el espacio público-político las cosmovisiones naturalistas que
se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que
son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos[10], de
ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las
concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con
ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado que garantiza
iguales libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con cualquier
intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y
los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de
ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un
potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos
creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las
discusiones públicas. Una cultura política liberal puede esperar incluso de
los ciudadanos secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de
traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible
aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar
relevantes.[11]
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[1]  E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der
Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt 1991, pp.
92 ss, aquí p. 112.
[2] J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt 1996.[3] J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid
1998.
[4] H. Brunkhorst, "Der lange Schatten  des Staatswillenspositivismus",
Leviathan 31, 2003, 362-381.
[5] Böckenförde (1991), p. 111.[6] Cfr. Jurgen  Habermas, Identidades nacionales y postnacionales,
traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.
[7]  P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt
2002.
[8]  K. Eder, "Europäische Säkularisierung - ein Sonderweg in die
postsäkulare Gesellschaft?", Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002,
331-343.
[9]  J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145.
[10]  Véase por ejemplo W. Singer, "Nadie puede ser de otra manera que como
es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de
libertad", FAZ de 8 de enero 2004, 33.
 [11]  J. Habermas, Glauben und Wissen , Frankfurt, 2001.

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