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Mi padre se llamaba José Jurado Saldaña (usaba Pepe López como pseudónimo para Internet), nació en Villafeliche (Zaragoza) el día 10 de mayo de 1924. Con muy poca edad, -no sabría precisarte- marchó a Córdoba con sus padres. Allí nacieron sus cuatro hermanos -Antonio, Lucía, Eloy y Amparo- y su infancia la pasó en un pequeño pueblecito de dicha provincia que se llama Luque. Esa localidad siempre la llevaba en el corazón. A sus nietos, le contaba sus andazas como chaval, les hablaba de la "Cueva de la Encantada" y sobre todo de su castillo. El castillo de Luque que, en tono irónico como era habitual en él, quería que fuera su tumba. Mi madre se "mosqueaba" cuando hablaba de ello, por lo que al final todo eran risas.
Pintó innumerables cuadros de "su" castillo. Cuadros que creo tenemos la mayoría de su familia. La dichosa guerra civil, la pasó en otro pequeño pueblecito de Córdoba que se llama Dos Torres (está situado en el Valle de Los Pedroches), allí y con la edad de 13 años falleció su padre, el día 1 de febrero de 1938.
A continuación te transcribo el relato que él escribió y que se titula "Recuerdos de mi infancia":
Año 1934
"Tenía que empezar mis estudios de Bachillerato y mis padres decidieron que debía hacerlo en el Colegio de los Hermanos Maristas de Lucena que se llamaba originariamente Colegio de Nuestra Señora de Araceli, pero como consecuencia de las nefastas y persecutorias leyes de la República, concretamente de Azaña, a quien llamaban el Verrugas, se titulaba, por entonces, "Cultural Lucentina".
Los Hermanos Maristas habían dejado de vestir sotana y lo hacían de riguroso traje negro, puesto que la maldita República había prohibido la enseñanza religiosa.
Pues bien, llegado el día tres de octubre y creyendo mis padres que la separación de ellos iba a ser menos cruenta, acordaron enviarme al Colegio con mi tío Antonio y su mujer, la tía Carmela.
Llegados a Lucena, probablemente en el taxi de Rufo, recuerdo que estuvimos dando un paseo por el pueblo y, al atardecer, me llevaron al Colegio, donde ya había otros cuantos alumnos que habían, al parecer, llegado aquella misma tarde.
La despedida de mis tíos y primos fue como habían previsto -y querido evitar- mis padres. Cogí una llantera y un sofoco muy propios de mis diez años y de quien no se habían separado nunca de sus padres.
Don Adolfo (el Hermano Marista que tenía la misión de cuidar y vigilar a los pequeños y a quien llamábamos el Procurador) trataba en vano de consolarme. El recuerdo de mis padres y la idea de que hasta las Navidades no iba a volverlos a ver no se separaban de mi mente y me hacían caer las lágrimas a torrentes y los suspiros a borbotones.Nos llevó Don Adolfo a un aula para rezar el Rosario. Yo no contestaba sino con lágrimas y suspiros que, en lugar de enternecer al Procurador lo iban sulfurando a ojos vista y de modo creciente.
Me lanzaba unas miradas que me llenaban de pavor. El Santo Rosario ya no se parecía nada a un acto de devoción. Don Adolfo daba pequeños golpecitos con los nudillos en la mesa, al mismo tiempo que con sus miradas me fulminaba.
De pronto se me escapó un gemido que me salió de lo hondo de los pulmones y Don Adolfo ya no se pudo contener. Dio un puñetazo en la mesa, pronunció unas palabras atronadoras que no entendía y el Rosario acabó como era de esperar: sin letanías.
Estuvimos en el patio una hora aproximadamente y debía tranquilizarme algo porque recuerdo que hablé con alguno de quienes serían mis compañeros de curso. Por cierto que no me explicaba cómo tendrían el corazón tan duro y no habían derramado ni una sola lágrima acordándose de sus padres.
De improviso sonaron unas palmadas. Era Don Adolfo que mandó colocarnos en fila para entrar al comedor. No recuerdo qué cenaríamos, pero con toda seguridad que no faltó aquella noche la sopa de ajo que, invariablemente era el primer plato de la cena durante los dos años que estuve en el Colegio.
Presidían la cena, en una mesa colocada sobre una tarima, el Procurador y otro Profesor cuyo nombre no recuerdo. Tras la cena estuvimos una media hora en el patio. Nuevas palmadas del Procurador y, en fila, al dormitorio.
Yo estuve durante los dos cursos en un dormitorio de doce camas. En un rincón y separado por unas cortinas, un habitáculo donde estaba la cama de D. Adolfo."
"Ni que decir tiene que apenas dormí aquella noche. Como el recuerdo de mis padres y hermanos no me dejaba, las lágrimas y suspiros continuaban sin cesar. Para que Don Adolfo no me oyera me tapé la cabeza y entre suspiro y suspiro me pasé la mayor parte de la noche.
Debí quedar completamente rendido y el sueño me venció. Por poco tiempo porque oí las palmadas de Don Adolfo que venía por el pasillo rezando en voz alta el Avemaría. Serían las siete de la mañana. Fuimos a los lavabos. (Aún recuerdo los lavabos cada vez que huelo el jabón Heno de Pravia).
No hubo estudio aquel día, como es lógico y oímos Misa en la Capilla del Colegio. Tras el desayuno y un pequeño recreo, los alumnos de primer curso, aproximadamente quince, nos fuimos a nuestra clase. Don Martín, de muy pequeña estatura, era nuestro Profesor. Le llamaban de mote "Pipote".
Sereno ya un poco mi ánimo, y siguiendo las instrucciones que me había dado mi padre, atendía con todo esmero las explicaciones de Don Martín. Recuerdo que la primera lección fue de Ciencias Naturales. Trataba de Botánica y aprendí perfectamente la clasificación de las hojas de las plantas. En las demás asignaturas también procuraba atender con todo cuidado. Aquello me gustaba.
Cuando, en aquellos días, Don Martín me preguntaba la lección, debía responderle bien porque Paulino mi amigo y vecino de Luque y compañero de clase, me decía: ¡te ha puesto un cinco! Yo no sabía qué significaba ese cinco, pero esos cinco repetidos, al final de la semana habían de significar un Sobresaliente que hacía las delicias de mis padres cuando les mandaba las notas.
La primera carta que escribí a mis padres debió de serles
muy agradable porque en la contestación -que conservo- del doce de Octubre, me decían: "Nos alegramos de lo bien que dices estás, de lo bien que comes, de lo bien que duermes y de lo mucho que te dispones a estudiar. Total, que en ese Colegio todo es bueno. Dios quiera que así sea y que la última carta, que desde él nos escribas, venga escrita en el mismo sentido que la primera".
No sabían mis padres que la procesión seguía por dentro, aunque más mitigadas. De todos modos se acabaron las lágrimas.
No podíamos saber ni comprender "los pequeños" que, por aquellos días se desarrollaba en Asturias la tristemente célebre "revolución de Octubre" en la que comunistas y socialistas asesinaban con todo ensañamiento a decenas de Sacerdotes y religiosos, en un ensaño para la orgía de sangre que dos años después pusieron en práctica en media España.
En plena plaza de un pueblo asturiano "se vendía carne de cura".
De aquellos meses de finales de 1934 conservo el recuerdo de que en el Colegio sacaba muy buenas notas. Era muy corriente que obtuviera el primer puesto de la clase con dos Sobresalientes. Mi padre, a juzgar por sus cartas, se llenaba de gozo cuando veía esas notas, pero se entristecía la semana que las notas flojeaban.
Como la enseñanza por los Religiosos carecía de validez oficial, teníamos que ir diariamente al Instituto "Luís Barahona de Soto" que estaba en la misma Ciudad.
Todas las mañanas, después del desayuno, los Maristas nos llevaban al Instituto y por la parte, en el Colegio, preparábamos las clases del día siguiente. Ni que decir tiene que donde realmente se aprendía era en el Colegio, por lo que la mayoría de los alumnos del Instituto lo eran también del Colegio de los Maristas."
"La vida en el Colegio era bastante monótona Nos levantábamos a las seis y media. Venía Don Adolfo por los pasillos de los dormitorios para despertarnos dando palmadas y rezando enalta voz las tres Avemarías.
Rápidamente nos levantábamos y corríamos a los lavabos para coger los rimeros puestos.
Íbamos, a continuación, al salón de estudios donde, en invierno pasábamos bastante frío, ya que sólo había una estufa de carbón de piedra, en la que Don Adolfo colocaba una lata con hojas de eucalipto.
Tras una hora de estudio, teníamos la Santa Misa en la Capilla del
Colegio. El desayuno consistía en una taza de chocolate y otra de café con eche. Mi madre decía, cuando yo se lo contaba, que eso era albarda sobre
albarda.
Rápidamente formábamos fila de a dos y con algunos Profesores nos dirigíamos al Instituto, atravesando la Plaza Nueva y la del Coso, y allí permanecíamos hasta la una.
Vuelta al Colegio, comida con el invariable cocido los dos cursos que
estuvo allí, un pequeño recreo y, a las tres, a clase. Teníamos el recreo a las cinco que duraba media hora y, durante él, D. Adolfo, tras la reja del almacén, nos iba repartiendo la merienda que consistía en una jícara de chocolate y una rosca de riquísimo pan. Cada tableta de chocolate traía una estampa de la guerra de Abisinia y eran de ver las estratagemas y peleas que hacíamos para coincidir con la apertura de cada tableta y llevarnos la
estampa.
Terminado el recreo, volvíamos a la clase en la que permanecíamos hasta las siete. Otra hora de recreo, cena, corta estancia en el patio y subida a los dormitorios donde, arrodillados, rezábamos las tres Avemarías (devoción que toda mi vida he conservado) y a la cama.
Don Adolfo apagaba la luz, permanecía sentado en un sillón -a veces, cuando el frío apretaba se envolvía en una manta- y cuando comprendía que el sueño nos había vencido, se retiraba a su habitáculo a descansar.
Así eran de monótonos los días en "La Cultural Lucentina"..
Yo me iba adaptando a la vida del Colegio y la congoja de los primeros días había desaparecido.
Llegaron las vacaciones de Navidad y las pasé con mis padres y hermanos en Luque. El Procurador nos llevaba en el tren que hacía el trayecto de Punte Genil y Linares y nos iba repartiendo a los alumnos que vivíamos en aquel trayecto.
A medida que se aproximaba el final de las vacaciones, volvía la congoja a mi corazón y lloraba a hurtadillas.
Al regreso al Colegio mis padres me llevaban a la estación. Don Adolfo se asomaba a la ventanilla y yo, con las inevitables lágrimas me despedía de mis padres y me subía al tres. Recuerdo que al arrancar el tren vi a mi madre que me despedía con la mano y, como si me quitaran lo más sagrado de mi vida, lancé un grito desgarrador: ¡Mamá!. Vi que mi madre lloraba.
La vida en estos primeros meses de 1935 seguía en el Colegio tan monótona como siempre. Yo seguía sacando buenas notas, con la consiguiente alegría de mis padres que esperaban impacientes las tardes de los lunes con la ilusión de que el correo les trajera las buenas notas de estudios y de conducta de su hijo Pepito.
No sé qué me pasaría en la cuarta semana de 1935 que saqué los pies del plato. Posiblemente por haber sacado un simple aprobado en francés y en Ciencias, lo cierto es que el domingo estaba escribiendo a mis padres para enviarles las notas.
No me resignaba a salir en el puesto catorce, acostumbrado a ser casi siempre el primero o el segundo, con Sobresalientes, tanto en estudios como en comportamiento. Así es que, lleno de ira, por creer que se había cometido conmigo una injusticia, rompí o arrugué la nota.
Nunca lo hiciera. Dos Martín que nos vigilaba, observó mi acción, me recogió la nota, la hizo de nuevo y estampó en ella la siguiente apostilla:
"Le he rebajado la nota de comportamiento (me puso Bueno, que era nota inferior a Sobresaliente y Notable) por habérsela tenido que repetir, por haberse permitido romper la primera nota que le había dado. Le saluda su Afmo. M. Robredo"
Aquello debió ser un mazazo para mi padre. Tan grande que el 4 de Abril de 1935 me escribía la siguiente carta -que conservo- y que me llenó de pesadumbre, abatimiento ¡y lágrimas¡.
Decía así: "Querido Pepito: No sé por dónde empezar a reprenderte, si por
las malas notas que tuviste la semana pasada o por la osadía y desvergüenza
que demostraste al romperlas; para mí esto último es peor que lo primero.
Seguramente no comprendas el daño que nos causas y el que tú mismo te
haces con esa conducta que observas. Cuando eras bueno y estudiabas te daban
Sobresalientes y ahora eres malo y no estudias lo bastante, ¿cómo te los van
a dar?
En fin, tu conducta quiere decir que no quieres venir de vacaciones y, para darte gusto, te quedarás en Lucena esta Semana Santa y mientras el Sr. Director no me diga que has cambiado de conducta y que estudias más, te quedarás en el Colegio para aprovechar el tiempo que ahora pierdes. En vez
de hacerte querer para que aprendas más y te den alguna matrícula haces lo contrario y eso no es lo que me prometiste el día que te fuiste.
¿Quieres parecerte a Ferreira? (era el último de la clase) Ya habrá otros niños estudiosos a quienes puedes imitar.
Que seas mejor que eres es lo que desea tu padre que te quiere".
Razón tenía mi padre que soñaba con las matrículas de honor y que yo no le pude ofrecer. ¡Cuánto hubiera disfrutado, de haber vivido, viendo que su hijo Pepito sacaba Matrícula de Honor en todas las asignaturas los años 1940, 1941 y 1942.
Y también tenía razón al proponerme como ejemplo "otros niños estudiosos",
porque en mi misma clase estaban Rafael Beato y Valeriano Moreno que conmigo disputaban los primeros puestos.
En la misma carta mi pobre madre escribía: "Querido hijo: Ya ves el disgusto que nos ha proporcionado tu carta con el atrevimiento que tuviste de romper la nota. ¡Y para eso corremos para ir en busca de tu carta y nos mandas disgustos! Procura esta semana ser bueno. Besos de tus hermanos y recibe un abrazo de tu madre. Araceli"
Aquella carta me hundió totalmente. Ya me veía soso en el Colegio y sin poder ver a mis padres y hermanos durante tres meses.
Sin embargo, me debí sobreponer porque el día nueve de Abril mi padre me escribía: "Nuestro querido hijo: Con gran alegría y contento recibimos tu carta de ayer y en vista de las buenas notas que mandas, puedes venirte a pasar con nosotros las vacaciones, si es que sigues siendo buena y el Sr. Director te da permiso. Te esperaremos el viernes en la estación".
Es de suponer el gozo que aquella carta me produjo y como consecuencia debía pasar unos estupendos días de vacaciones de Semana Santa.
En Enero o Febrero de 1935 mi padre fue a verme al Colegio. Por entonces tenía yo las manos llenas de sabañones y le debí causar una penosa impresión porque algunos sabañones me sangraban. Se debió quedar tan impresionado al verme que se quedó un par de días conmigo y nos quedamos a dormir en el Hotel.
Pidió al Director que, como remedio casero que por entonces se usaba, me pusieran un recipiente con agua muy caliente, para facilitar la circulación de la sangre de mis manos y durante muchos días iba a la cocina por las mañanas y durante un buen rato sumergía las manos en agua caliente.
También recuerdo que en aquellos dos días fui liberado de las clases y mi padre me llevó al cine.
Era la primera vez que yo veía el cine sonoro.
Al terminar el curso saqué en el Instituto la nota de Notable.
VERANO DE 1935.-
Poco recuerdo de aquel verano. Lo pasé con mis hermanos Antonio y Lucía en el cortijo de La Jara. Allí mi tía Eloisa y el guarda Roque (que el año siguiente sería su consumado asesino de señoritos", por lo que al terminar la guerra fue fusilado) se hicieron cargo de nosotros. Allí estaban también dos de mis primos.
A mis cortos años lo debí pasar bien, correteando por aquellos encinares, yendo de paseo al Santuario de la Virgen de Luna y cortijos próximos, a la Venta por agua y a coger nidos.
Pero mis pensamientos estaban en Luque y en mis padres. A mi hermano le pasaba igual y frecuentemente nos consolábamos recordando cosas de Luque y pensando en lo linda que estaría Amparito que entonces tendría poco más de un año."
"Un día que se encontraba el guarda ausente, estábamos jugando al balón en la puerta del cortijo. Vi, de pronto, venir un grupo de "gitanas". Di la voz de alarma y salimos despavoridos encerrándonos en la casa. Tal era el miedo que infundían. Al momento llegaron las "gitanas" y llamaron a la puerta. La tía Eloisa, sorda como una tapia, se puso a rezar aconsejándonos silencio.
Las "gitanas" empezaron a gritar: ¡Eloisa, Eloisa! Le dijimos a mi tía que gritaban su nombre y se asomó a una ventana del piso alto.
Se deshizo el error. No eran gitanas las que llamaban sino las pastoras y guardesas de un cortijo cercano que venían a visitar a mi tía. El susto que nos dieron era para no olvidarlo, sobre todo porque nos encontrábamos solos.
Otro susto no menor nos llevamos otro día en que fuimos con el guarda al Santuario de la Virgen de Luna. El guarda se entretuvo con el santero más de la cuenta y emprendimos el regreso ya anochecido.
Mi tía, que se había quedado sola con Lucía, viendo nuestra tardanza se alarmó y salió a buscarnos por los alrededores del cortijo.
Yo la oía gritar: ¡Ay mi niña! ¡Ay mi niña! Y naturalmente me puse en lo peor. Creí que los gitanos se habían llevado a mi hermana. Al parecer no gritaba ¡ay mi niña! Sino ¡ay mis niños!
Cuando nos acercamos a los gritos y al fin pude ver que mi hermana Lucía iba de la mano de mi tía, el corazón se me ensanchó.
Mi tía Eloisa le echó una reprimenda al guarda y al día siguiente lo mandó al pueblo. Nos quedamos solos con el consiguiente pánico, porque en aquellos tiempos y en el campo era una temeridad. No recuerdo a quién nos mandaría mi tío para protegernos.
Muy vagamente recuerdo nuestro regreso a Luque que debió ser a finales de septiembre. Me llenó de alegría ver a mis padres y sobre todo a Amparito que estaba lindísima.
OCTUBRE, NOVIEMBRE YDICIEMBRE DE 1935
La vuelta al Colegio este nuevo curso no me produjo el doloroso impacto del anterior, aunque supongo que, al despedirme de mis padres, en la estación debí derramar alguna lágrima.
Al contrario, este año era yo quien tenía que consolar a Vicente, mi amigo y vecino de Luque que estaba tan triste como yo el año anterior. Tenía su cama junto a la mía y de noche, tapada la cabeza, le oía llorar. Hacía lo mismo que yo había hecho un año antes.
Seguía sacando buenas notas y en continua disputa por el primer puesto con Rafael Beato y Valeriano Moreno.
Mi madre me decía en una de sus cartas que "hiciera los Siete Domingos a San José, como ya sabes es costumbre de siempre a ver si el Santo bendito te ayuda en tus estudios y puedes sacar siempre sobresaliente".
Poco debió ayudarme el Santo Bendito porque en noviembre
volvía a meter de nuevo la pata.
El día 17 de noviembre le escribía a mis padres: "Esta semana he tenido una nota pésima porque no he estudiado casi nada". Mi padre no toleró tanta franqueza e ingenuidad y me echó otro jarro de agua fría con su carta del día 22.
Me decía: "Mi querido hijo: No puedes figurarte la sorpresa que nos causó tu carta y la mala nota que has tenido esta semana y mucho más cuando tú mismo dices que era pésima porque no habías estudiado casi nada. No sé lo que habrás tenido que hacer para no estudiar porque para eso te mandé al Colegio, no para que jugaras y te divirtieras. Si yo hubiera sabido lo que ibas a hacer, otra cosa hubiera hecho yo.
Las vacaciones de Pascua están cerca y, como yo no quiero en mi casa niños desaplicados, te quedarás tu solo en el Colegio por torpe, malo y desaplicado y ya veremos si con ese castigo te enmiendas y, si no, ya verá yo lo que hago contigo, so tunantón.
Con los paseos al Instituto y las horas de recreo me parece que es bastante tiempo para descansar y lo demás del día bien puedes preparar las lecciones y que te pongan buenas notas y no eso que has
mandado.
Me parece que este año el Cuadro de Honor se ha evaporado, pero ten cuidado que eso no ocurra porque lo pasarás muy mal.
Enséñale esta carta al Sr. Director (las leía todas) y dile de mi parte que te castigue fuerte y con frecuencia para ver si consigue tu enmienda. Que seas muy aplicado para que te mande muchos besos y abrazos de tu padre que, aunque eres malo, te quiere mucho. Pepe"
Siguiendo la orden de mi padre, fui llorando y con la carta en la mano al Director. Don Pablo, el Director, era un viejecito muy simpático que, Aunque ya sabía el motivo de mi llanto, se enterneció al verme, me consoló y me dijo que apretara en los estudios aquella semana para que mi padre me levantara el castigo.
Recuerdo que en los recreos de aquella semana se hacía el encontradizo conmigo, me daba unas palmadas en los hombros y me decía:
¡adelante, Jurado!
No debieron contentar a mi padre los dos Notables que obtuve aquella semana pues me decía en carta del 29: "Estudia mucho para que siempre salgas sobresaliente, pues esa es la alegría más grande que puedes darnos. Si no sacas buenas notas te quedarás solo en el Colegio"
Al dorso escribía mi hermano Antonio unas letras, sin duda redactadas por mi padre: "Mi querido hermano: Esta semana estamos más contentos porque nos mandaste dos Notables y, aunque esa nota no es la que nos gusta a nosotros, por esta semana nos conformaremos hasta ver si en la próxima nos mandas dos Sobresalientes, para que estemos contentos del todo y además para que papá te deje venir este Nochebuena, porque si no sacas Cuadro de Honor, no quiere que vengas a pasar las vacaciones con nosotros y no tendremos el gusto de verte y abrazarte que son siempre los deseos de tu hermano. Antonio"
Por aquellos días tenía las manos nuevamente llenas de sabañones y bien por las notas que mandé o bien por la impresión que habían causado a mis padres mis manos ensangrentadas el invierno anterior, es lo cierto que me levantó el castigo -que estoy seguro me hubiera levantado de todos modos- y en carta del 17 de diciembre les escribía: "Llegaré a esa, si Dios quiere, el jueves por la tarde. Bajar con el coche a la estación para esperarme".
No todo era estudio y seriedad en el Colegio. Recuerdo las luchas que echábamos en los dormitorios, con las almohadas, los domingos. Nos levantábamos ese día una hora más tarde y, acostumbrados a madrugar y aprovechando la ausencia de Don Adolfo, peleábamos los de un dormitorio con los de otro. Cuando oíamos que se acercaba el Procurador, corríamos a las camas a fingir que dormíamos. Pero, aparte de que el suelo con restos de lana nos delataba, la falta de alumnos a quienes no había dado tiempo de llegar a sus camas, nos ponía al descubierto.
Una vez no me dio tiempo a llegar a mi cama y me escondía con tres o cuatro compañeros más en una ducha. El castigo -quedarnos sin cine- fue irremediable."
recibido 3 marzo07
"En otra ocasión, los hermanos Calzadilla que compartían un reducido dormitorio con otros tres alumnos, habían logrado encerrar un gato en su habitación.
Por la noche, mientras estábamos arrodillados a la hora de acostarnos en mi dormitorio, rezando las consabidas tres Avemarías, los hermanos Calzadilla soltaron al gato, al que habían propinado algún puntapié, y el pobre animal pasó, saltando y maullando como una exhalación por entre nosotros que, en lugar de permanecer quietos, procurábamos golpear al felino con lo que teníamos a nuestro alcance. Llegó el animal al final del dormitorio de los mayores y, como allí recibiera igual trato, volvió con nuevos saltos y grandes maullidos y nuevos golpes que, sin hacer caso a D. Adolfo, le seguíamos aplicando, con el consiguiente jolgorio.
El Procurador consiguió, al cabo de un buen rato, restablecer el silencio y escogió a cinco o seis alborotadores, entre los que desgraciadamente me encontraba yo.
Hizo acostar a los demás, nos colocó en fila a los
castigados, apagó la luz, se embutió en su manta y se sentó en su sillón
junto a nosotros.
Yo no podía contener la risa recordando lo del gato. Hacía cuanto podía por aguantarme pero no había modo de lograrlo. Ni mordiéndome los labios, ni poniéndome el pañuelo en la boca, podía aguantar
la risa. Llevábamos así más de media hora. A través de una rendija del balcón entraba un rayo de luz que me permitía ver la silueta de Don Adolfo
que, de vez en cuando, murmuraba algo como advirtiendo que se daba cuenta de mi risa.
De pronto no pude reprimir una carcajada y vi que, en la penumbra, la figura de Don Adolfo se erguía, estiraba el brazo y me lanzó
un bofetón a la cara. Con la agilidad de mis pocos años y prevenido como
estaba, bajé con toda rapidez la cabeza y el impacto dio en pleno rostro del
alumno que me precedía en la fila que lanzó un grito de dolor.
El resultado fue que D. Adolfo mandó a los demás a la cama y a mí me tuvo en pié otra media hora más. Viendo como las gastaba Don
Adolfo se me quitaron las ganas de reír. Ni que decir tiene que aquel domingo entre las filas de los castigados sin cine estaba yo.
Los domingos variaba la regla: Nos levantábamos a las siete y media y, como es lógico, no había estudio. Íbamos a Misa a una Parroquia próxima. Después de desayunar nos llevaban al salón de actos que era el mismo salón de cine. En la tarima se colocaba en el centro el Director y a sus lados los profesores que leían las notas de sus respectivos cursos. De vez en cuando, el Director alentaba, reprendía o aconsejaba a algún alumno. Una vez que salí el primero con dos Sobresalientes, seguramente a raíz de la célebre carta de mi padre, recuerdo que me dijo:
¡Bien, Jurado, bien! A mí se me disparaba el corazón cuando le tocaba el
turno a Don Martín, ante la incertidumbre de mis notas.
Los domingos descansábamos del invariable cocido y comíamos paella. Por la tarde íbamos a jugar al fútbol o a ver al equipo
local y si la tarde estaba lluviosa o bien nos quedábamos en el Colegio o
salíamos a pasear con D. Adolfo por la carretera de Rute.
Al anochecer teníamos sesión de cine. Cine mundo, por
supuesto. Al final de la película nos ponían un corto de Charlot o Tomasín.
La verdad es que el cine no era totalmente mudo, pues el silencio lo rompía
el crujir en las bocas las patatas fritas que comprábamos a un viejecito con
chaquetilla blanca que se ponía en la puerta trasera del Colegio
También rompía el silencio un pequeño aparato de radio que los maristas colocaban en una mesita bajo la pantalla. Coincidía la sesión de cine con la hora de las noticias y, comoquiera que al final del boletín ponían el himno de Riego, que era el de la maldita República, los alumnos de los primeros bancos se lanzaban a la radio para apagarla. No me explico como, no caía el aparato al suelo.
De vez en cuando la pantalla se oscurecía unos
segundos. Era que la previsora mano de Don Martín, que era quien proyectaba, se interponía en el haz de luz para evitarnos la visión de alguna escena inconveniente, tal vez algún inocente beso. (¡Si el pobre Don Martín viera hoy la televisión!).
Antes de ir al salón de cine, y al toque de las palmadas de D. Adolfo, formábamos por cursos en el patio. El Procurador sacaba un papelito y nos echábamos a temblar. Leía unos nombres que eran los castigados sin cine y con estudio que formaban otra fila y eran conducidos por algún profesor al salón de estudios.
Yo formé parte en esa fila dos o tres veces. El motivo de una de ellas fue el siguiente: Habíamos salido de paseo el domingo anterior y quienes no jugábamos al fútbol aquel día nos alejamos un poco hasta la vía, donde recuerdo que poníamos en los raíles una moneda de cinco céntimos (una perra chica) que aplastada por el tren se convertía en una moneda de diez céntimos (perra gorda) con la que engañando al pobre viejecito de las patatas comprábamos el correspondiente paquete.
Esa tarde alguno del grupo sacó unos cigarros y estuvimos fumando. Algún chivato nos delató a D. Martín quien nos hizo copiar en castigo ¡la lección del tabaco! Que era la más larga de la Geografía, lo que implicaba perder muchos recreos para hacer la copia. Y no considerando que era suficiente castigo, dio nuestros nombres a Don Adolfo para que figuraran en la fatídica lista.
Como antes digo, los domingos que hacía mal tiempo los "pequeños" nos
dividíamos en dos grupos. Unos se quedaban jugando en el Colegio y otros,
provistos de abrigo y paraguas, nos íbamos de paseo con don Adolfo,
invariablemente, por la carretera de Rute.
Aún me parece estar viendo a D. Adolfo, que tenía sus buenos 65 años, nariz
aguileña, fornido, algo cojo y que andaba bamboleándose como un pato, calado con su boina que se ponía con singular gracia y que no se la quitaba sino en la Capilla y en el comedor. Era un típico vasco.
Nos contaba por el camino mil historietas, que oíamos embelesados, y era,
como casi todos los Maristas, hincha del Atlético de Bilbao.
Llegaron las vacaciones de Navidad de 1935 y D. Adolfo nos repartió en el
tren por los distintos pueblos. No recuerdo nada particular de aquellas vacaciones que sin duda pasé con la alegría de estar con la familia.
Casi con toda seguridad que más de una tarde saldría con mi padre y mi hermano Antonio a pasear por la carretera de Zuheros. Es precioso el panorama que desde allí se contempla. A la izquierda el tajo del Algarrobo y
a la derecha un mar de olivos, con Baena en primer término y, al fondo, la
sierra de Córdoba. Los días claros se veían las Ermitas. Ese era el frecuente paseo de mi padre cuando no lo hacía por el Rosario, a los pies del Castillo de Luque y desde donde se divisa igualmente un espléndido
paisaje.
AÑO 1936
Empieza el año trágico de España. El enfrentamiento entre derechas e izquierdas hacía el choque inevitable. Asaltos, huelgas, asesinatos e incendios presagiaban la gran catástrofe.
La influencia de mi padre y la de los Maristas, lógicamente se iban metiendo dentro de mi. Nuestro ídolo era José Antonio y en Lucena, en el Colegio, aprendí a cantar el Cara al Sol que luego enseñé, junto con Vicente, a Epifanio que fue uno de los primeros falangistas de Luque.Yo seguía con mis estudios normalmente, luchando para sacar los dos Sobresalientes y el primer puesto de la clase y tener así a mi padre contento, pues sabía la alegría que con eso le daba.
Las izquierdas, dispuestas a toda costa a conquistar el poder, formaron el
tristemente célebre Frente Popular.
El día 16 de Febrero iban a ser las elecciones y el día 9 escribía a mis padres diciéndoles que, con tal motivo, nos habían dado vacaciones en el Instituto, pero que en el Colegio sólo daban de sábado a lunes, diciéndoles a mis padres que no iría a casa porque no mecía la pena para dos días.
Mi padre me contestó que "efectivamente, no merecía la pena que fuera
porque, como ganarán las derechas, todo estará tranquilo y pacífico".
Qué equivocación o qué ganas de tranquilizarme.
El 16 de Febrero, día de las elecciones, escribía a mis padres y les decía
que se habían ido bastantes niños de vacaciones (seguramente por miedo), les enviaba unas notas estupendas y les añadía:"Ayer estuve oyendo el discurso de Gil Robles" (Nos habían llevado los Maristas a un cine donde, por radio, se difundió el discurso)
Las elecciones fueron, en su primera vuelta, según parece, bastante equilibradas, pero las izquierdas comenzaron los desmanes.Se corrió la voz de que iban a quemar el Colegio y los Maristas, asustados, avisaron a nuestros padres para que fueran a recogernos. Yo recuerdo que me fui a Luque, con otros luqueños, en el camión de Vicente.
Nos detuvimos en Cabra y en un bar oí, desde la puerta, un discurso de Azaña
con el que pretendía tranquilizar a los españoles.
Al pasar por Doña Mencía estaba ardiendo la Iglesia.
Durante mi estancia en Luque se rumoreó que iban a quemar la Iglesia. El
Párroco, Don Ángel (que pasados los años casaría a mi hermano Eloy) se fue a Bujalance huyendo de la quema. Mi padre, que era respetado en el pueblo,
habló con "Puchita", un Jefe de los comunistas, pescadero, padre de mi amigo
Alfonso, quien le tranquilizó diciendo que él le respondía de que ni se
quemaría la Iglesia ni el Convento de las Mercedarias.
Lo cierto es que las Hermanas Mercedarias se salieron del Convento, que
era también Hospital, y donde yo aprendí a leer con Sor Teresa. Dos o tres
monjas se alojaron en mi casa. Parece que estoy viendo a mi madre guardando en el armario unos cálices que traían.
Confiado en la palabra del Jefe comunista, mi padre, con algún amigo, fue
en el coche a Bujalance de donde logró traer el Párroco.
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Mi padre se llamaba José Jurado Saldaña (usaba Pepe López como pseudónimo para Internet), nació en Villafeliche (Zaragoza) el día 10 de mayo de 1924. Con muy poca edad, -no sabría precisarte- marchó a Córdoba con sus padres. Allí nacieron sus cuatro hermanos -Antonio, Lucía, Eloy y Amparo- y su infancia la pasó en un pequeño pueblecito de dicha provincia que se llama Luque. Esa localidad siempre la llevaba en el corazón. A sus nietos, le contaba sus andazas como chaval, les hablaba de la "Cueva de la Encantada" y sobre todo de su castillo. El castillo de Luque que, en tono irónico como era habitual en él, quería que fuera su tumba. Mi madre se "mosqueaba" cuando hablaba de ello, por lo que al final todo eran risas.
Pintó innumerables cuadros de "su" castillo. Cuadros que creo tenemos la mayoría de su familia. La dichosa guerra civil, la pasó en otro pequeño pueblecito de Córdoba que se llama Dos Torres (está situado en el Valle de Los Pedroches), allí y con la edad de 13 años falleció su padre, el día 1 de febrero de 1938.
A continuación te transcribo el relato que él escribió y que se titula "Recuerdos de mi infancia":
Año 1934
"Tenía que empezar mis estudios de Bachillerato y mis padres decidieron que debía hacerlo en el Colegio de los Hermanos Maristas de Lucena que se llamaba originariamente Colegio de Nuestra Señora de Araceli, pero como consecuencia de las nefastas y persecutorias leyes de la República, concretamente de Azaña, a quien llamaban el Verrugas, se titulaba, por entonces, "Cultural Lucentina".
Los Hermanos Maristas habían dejado de vestir sotana y lo hacían de riguroso traje negro, puesto que la maldita República había prohibido la enseñanza religiosa.
Pues bien, llegado el día tres de octubre y creyendo mis padres que la separación de ellos iba a ser menos cruenta, acordaron enviarme al Colegio con mi tío Antonio y su mujer, la tía Carmela.
Llegados a Lucena, probablemente en el taxi de Rufo, recuerdo que estuvimos dando un paseo por el pueblo y, al atardecer, me llevaron al Colegio, donde ya había otros cuantos alumnos que habían, al parecer, llegado aquella misma tarde.
La despedida de mis tíos y primos fue como habían previsto -y querido evitar- mis padres. Cogí una llantera y un sofoco muy propios de mis diez años y de quien no se habían separado nunca de sus padres.
Don Adolfo (el Hermano Marista que tenía la misión de cuidar y vigilar a los pequeños y a quien llamábamos el Procurador) trataba en vano de consolarme. El recuerdo de mis padres y la idea de que hasta las Navidades no iba a volverlos a ver no se separaban de mi mente y me hacían caer las lágrimas a torrentes y los suspiros a borbotones.Nos llevó Don Adolfo a un aula para rezar el Rosario. Yo no contestaba sino con lágrimas y suspiros que, en lugar de enternecer al Procurador lo iban sulfurando a ojos vista y de modo creciente.
Me lanzaba unas miradas que me llenaban de pavor. El Santo Rosario ya no se parecía nada a un acto de devoción. Don Adolfo daba pequeños golpecitos con los nudillos en la mesa, al mismo tiempo que con sus miradas me fulminaba.
De pronto se me escapó un gemido que me salió de lo hondo de los pulmones y Don Adolfo ya no se pudo contener. Dio un puñetazo en la mesa, pronunció unas palabras atronadoras que no entendía y el Rosario acabó como era de esperar: sin letanías.
Estuvimos en el patio una hora aproximadamente y debía tranquilizarme algo porque recuerdo que hablé con alguno de quienes serían mis compañeros de curso. Por cierto que no me explicaba cómo tendrían el corazón tan duro y no habían derramado ni una sola lágrima acordándose de sus padres.
De improviso sonaron unas palmadas. Era Don Adolfo que mandó colocarnos en fila para entrar al comedor. No recuerdo qué cenaríamos, pero con toda seguridad que no faltó aquella noche la sopa de ajo que, invariablemente era el primer plato de la cena durante los dos años que estuve en el Colegio.
Presidían la cena, en una mesa colocada sobre una tarima, el Procurador y otro Profesor cuyo nombre no recuerdo. Tras la cena estuvimos una media hora en el patio. Nuevas palmadas del Procurador y, en fila, al dormitorio.
Yo estuve durante los dos cursos en un dormitorio de doce camas. En un rincón y separado por unas cortinas, un habitáculo donde estaba la cama de D. Adolfo."
"Ni que decir tiene que apenas dormí aquella noche. Como el recuerdo de mis padres y hermanos no me dejaba, las lágrimas y suspiros continuaban sin cesar. Para que Don Adolfo no me oyera me tapé la cabeza y entre suspiro y suspiro me pasé la mayor parte de la noche.
Debí quedar completamente rendido y el sueño me venció. Por poco tiempo porque oí las palmadas de Don Adolfo que venía por el pasillo rezando en voz alta el Avemaría. Serían las siete de la mañana. Fuimos a los lavabos. (Aún recuerdo los lavabos cada vez que huelo el jabón Heno de Pravia).
No hubo estudio aquel día, como es lógico y oímos Misa en la Capilla del Colegio. Tras el desayuno y un pequeño recreo, los alumnos de primer curso, aproximadamente quince, nos fuimos a nuestra clase. Don Martín, de muy pequeña estatura, era nuestro Profesor. Le llamaban de mote "Pipote".
Sereno ya un poco mi ánimo, y siguiendo las instrucciones que me había dado mi padre, atendía con todo esmero las explicaciones de Don Martín. Recuerdo que la primera lección fue de Ciencias Naturales. Trataba de Botánica y aprendí perfectamente la clasificación de las hojas de las plantas. En las demás asignaturas también procuraba atender con todo cuidado. Aquello me gustaba.
Cuando, en aquellos días, Don Martín me preguntaba la lección, debía responderle bien porque Paulino mi amigo y vecino de Luque y compañero de clase, me decía: ¡te ha puesto un cinco! Yo no sabía qué significaba ese cinco, pero esos cinco repetidos, al final de la semana habían de significar un Sobresaliente que hacía las delicias de mis padres cuando les mandaba las notas.
La primera carta que escribí a mis padres debió de serles
muy agradable porque en la contestación -que conservo- del doce de Octubre, me decían: "Nos alegramos de lo bien que dices estás, de lo bien que comes, de lo bien que duermes y de lo mucho que te dispones a estudiar. Total, que en ese Colegio todo es bueno. Dios quiera que así sea y que la última carta, que desde él nos escribas, venga escrita en el mismo sentido que la primera".
No sabían mis padres que la procesión seguía por dentro, aunque más mitigadas. De todos modos se acabaron las lágrimas.
No podíamos saber ni comprender "los pequeños" que, por aquellos días se desarrollaba en Asturias la tristemente célebre "revolución de Octubre" en la que comunistas y socialistas asesinaban con todo ensañamiento a decenas de Sacerdotes y religiosos, en un ensaño para la orgía de sangre que dos años después pusieron en práctica en media España.
En plena plaza de un pueblo asturiano "se vendía carne de cura".
De aquellos meses de finales de 1934 conservo el recuerdo de que en el Colegio sacaba muy buenas notas. Era muy corriente que obtuviera el primer puesto de la clase con dos Sobresalientes. Mi padre, a juzgar por sus cartas, se llenaba de gozo cuando veía esas notas, pero se entristecía la semana que las notas flojeaban.
Como la enseñanza por los Religiosos carecía de validez oficial, teníamos que ir diariamente al Instituto "Luís Barahona de Soto" que estaba en la misma Ciudad.
Todas las mañanas, después del desayuno, los Maristas nos llevaban al Instituto y por la parte, en el Colegio, preparábamos las clases del día siguiente. Ni que decir tiene que donde realmente se aprendía era en el Colegio, por lo que la mayoría de los alumnos del Instituto lo eran también del Colegio de los Maristas."
"La vida en el Colegio era bastante monótona Nos levantábamos a las seis y media. Venía Don Adolfo por los pasillos de los dormitorios para despertarnos dando palmadas y rezando enalta voz las tres Avemarías.
Rápidamente nos levantábamos y corríamos a los lavabos para coger los rimeros puestos.
Íbamos, a continuación, al salón de estudios donde, en invierno pasábamos bastante frío, ya que sólo había una estufa de carbón de piedra, en la que Don Adolfo colocaba una lata con hojas de eucalipto.
Tras una hora de estudio, teníamos la Santa Misa en la Capilla del
Colegio. El desayuno consistía en una taza de chocolate y otra de café con eche. Mi madre decía, cuando yo se lo contaba, que eso era albarda sobre
albarda.
Rápidamente formábamos fila de a dos y con algunos Profesores nos dirigíamos al Instituto, atravesando la Plaza Nueva y la del Coso, y allí permanecíamos hasta la una.
Vuelta al Colegio, comida con el invariable cocido los dos cursos que
estuvo allí, un pequeño recreo y, a las tres, a clase. Teníamos el recreo a las cinco que duraba media hora y, durante él, D. Adolfo, tras la reja del almacén, nos iba repartiendo la merienda que consistía en una jícara de chocolate y una rosca de riquísimo pan. Cada tableta de chocolate traía una estampa de la guerra de Abisinia y eran de ver las estratagemas y peleas que hacíamos para coincidir con la apertura de cada tableta y llevarnos la
estampa.
Terminado el recreo, volvíamos a la clase en la que permanecíamos hasta las siete. Otra hora de recreo, cena, corta estancia en el patio y subida a los dormitorios donde, arrodillados, rezábamos las tres Avemarías (devoción que toda mi vida he conservado) y a la cama.
Don Adolfo apagaba la luz, permanecía sentado en un sillón -a veces, cuando el frío apretaba se envolvía en una manta- y cuando comprendía que el sueño nos había vencido, se retiraba a su habitáculo a descansar.
Así eran de monótonos los días en "La Cultural Lucentina"..
Yo me iba adaptando a la vida del Colegio y la congoja de los primeros días había desaparecido.
Llegaron las vacaciones de Navidad y las pasé con mis padres y hermanos en Luque. El Procurador nos llevaba en el tren que hacía el trayecto de Punte Genil y Linares y nos iba repartiendo a los alumnos que vivíamos en aquel trayecto.
A medida que se aproximaba el final de las vacaciones, volvía la congoja a mi corazón y lloraba a hurtadillas.
Al regreso al Colegio mis padres me llevaban a la estación. Don Adolfo se asomaba a la ventanilla y yo, con las inevitables lágrimas me despedía de mis padres y me subía al tres. Recuerdo que al arrancar el tren vi a mi madre que me despedía con la mano y, como si me quitaran lo más sagrado de mi vida, lancé un grito desgarrador: ¡Mamá!. Vi que mi madre lloraba.
La vida en estos primeros meses de 1935 seguía en el Colegio tan monótona como siempre. Yo seguía sacando buenas notas, con la consiguiente alegría de mis padres que esperaban impacientes las tardes de los lunes con la ilusión de que el correo les trajera las buenas notas de estudios y de conducta de su hijo Pepito.
No sé qué me pasaría en la cuarta semana de 1935 que saqué los pies del plato. Posiblemente por haber sacado un simple aprobado en francés y en Ciencias, lo cierto es que el domingo estaba escribiendo a mis padres para enviarles las notas.
No me resignaba a salir en el puesto catorce, acostumbrado a ser casi siempre el primero o el segundo, con Sobresalientes, tanto en estudios como en comportamiento. Así es que, lleno de ira, por creer que se había cometido conmigo una injusticia, rompí o arrugué la nota.
Nunca lo hiciera. Dos Martín que nos vigilaba, observó mi acción, me recogió la nota, la hizo de nuevo y estampó en ella la siguiente apostilla:
"Le he rebajado la nota de comportamiento (me puso Bueno, que era nota inferior a Sobresaliente y Notable) por habérsela tenido que repetir, por haberse permitido romper la primera nota que le había dado. Le saluda su Afmo. M. Robredo"
Aquello debió ser un mazazo para mi padre. Tan grande que el 4 de Abril de 1935 me escribía la siguiente carta -que conservo- y que me llenó de pesadumbre, abatimiento ¡y lágrimas¡.
Decía así: "Querido Pepito: No sé por dónde empezar a reprenderte, si por
las malas notas que tuviste la semana pasada o por la osadía y desvergüenza
que demostraste al romperlas; para mí esto último es peor que lo primero.
Seguramente no comprendas el daño que nos causas y el que tú mismo te
haces con esa conducta que observas. Cuando eras bueno y estudiabas te daban
Sobresalientes y ahora eres malo y no estudias lo bastante, ¿cómo te los van
a dar?
En fin, tu conducta quiere decir que no quieres venir de vacaciones y, para darte gusto, te quedarás en Lucena esta Semana Santa y mientras el Sr. Director no me diga que has cambiado de conducta y que estudias más, te quedarás en el Colegio para aprovechar el tiempo que ahora pierdes. En vez
de hacerte querer para que aprendas más y te den alguna matrícula haces lo contrario y eso no es lo que me prometiste el día que te fuiste.
¿Quieres parecerte a Ferreira? (era el último de la clase) Ya habrá otros niños estudiosos a quienes puedes imitar.
Que seas mejor que eres es lo que desea tu padre que te quiere".
Razón tenía mi padre que soñaba con las matrículas de honor y que yo no le pude ofrecer. ¡Cuánto hubiera disfrutado, de haber vivido, viendo que su hijo Pepito sacaba Matrícula de Honor en todas las asignaturas los años 1940, 1941 y 1942.
Y también tenía razón al proponerme como ejemplo "otros niños estudiosos",
porque en mi misma clase estaban Rafael Beato y Valeriano Moreno que conmigo disputaban los primeros puestos.
En la misma carta mi pobre madre escribía: "Querido hijo: Ya ves el disgusto que nos ha proporcionado tu carta con el atrevimiento que tuviste de romper la nota. ¡Y para eso corremos para ir en busca de tu carta y nos mandas disgustos! Procura esta semana ser bueno. Besos de tus hermanos y recibe un abrazo de tu madre. Araceli"
Aquella carta me hundió totalmente. Ya me veía soso en el Colegio y sin poder ver a mis padres y hermanos durante tres meses.
Sin embargo, me debí sobreponer porque el día nueve de Abril mi padre me escribía: "Nuestro querido hijo: Con gran alegría y contento recibimos tu carta de ayer y en vista de las buenas notas que mandas, puedes venirte a pasar con nosotros las vacaciones, si es que sigues siendo buena y el Sr. Director te da permiso. Te esperaremos el viernes en la estación".
Es de suponer el gozo que aquella carta me produjo y como consecuencia debía pasar unos estupendos días de vacaciones de Semana Santa.
En Enero o Febrero de 1935 mi padre fue a verme al Colegio. Por entonces tenía yo las manos llenas de sabañones y le debí causar una penosa impresión porque algunos sabañones me sangraban. Se debió quedar tan impresionado al verme que se quedó un par de días conmigo y nos quedamos a dormir en el Hotel.
Pidió al Director que, como remedio casero que por entonces se usaba, me pusieran un recipiente con agua muy caliente, para facilitar la circulación de la sangre de mis manos y durante muchos días iba a la cocina por las mañanas y durante un buen rato sumergía las manos en agua caliente.
También recuerdo que en aquellos dos días fui liberado de las clases y mi padre me llevó al cine.
Era la primera vez que yo veía el cine sonoro.
Al terminar el curso saqué en el Instituto la nota de Notable.
VERANO DE 1935.-
Poco recuerdo de aquel verano. Lo pasé con mis hermanos Antonio y Lucía en el cortijo de La Jara. Allí mi tía Eloisa y el guarda Roque (que el año siguiente sería su consumado asesino de señoritos", por lo que al terminar la guerra fue fusilado) se hicieron cargo de nosotros. Allí estaban también dos de mis primos.
A mis cortos años lo debí pasar bien, correteando por aquellos encinares, yendo de paseo al Santuario de la Virgen de Luna y cortijos próximos, a la Venta por agua y a coger nidos.
Pero mis pensamientos estaban en Luque y en mis padres. A mi hermano le pasaba igual y frecuentemente nos consolábamos recordando cosas de Luque y pensando en lo linda que estaría Amparito que entonces tendría poco más de un año."
"Un día que se encontraba el guarda ausente, estábamos jugando al balón en la puerta del cortijo. Vi, de pronto, venir un grupo de "gitanas". Di la voz de alarma y salimos despavoridos encerrándonos en la casa. Tal era el miedo que infundían. Al momento llegaron las "gitanas" y llamaron a la puerta. La tía Eloisa, sorda como una tapia, se puso a rezar aconsejándonos silencio.
Las "gitanas" empezaron a gritar: ¡Eloisa, Eloisa! Le dijimos a mi tía que gritaban su nombre y se asomó a una ventana del piso alto.
Se deshizo el error. No eran gitanas las que llamaban sino las pastoras y guardesas de un cortijo cercano que venían a visitar a mi tía. El susto que nos dieron era para no olvidarlo, sobre todo porque nos encontrábamos solos.
Otro susto no menor nos llevamos otro día en que fuimos con el guarda al Santuario de la Virgen de Luna. El guarda se entretuvo con el santero más de la cuenta y emprendimos el regreso ya anochecido.
Mi tía, que se había quedado sola con Lucía, viendo nuestra tardanza se alarmó y salió a buscarnos por los alrededores del cortijo.
Yo la oía gritar: ¡Ay mi niña! ¡Ay mi niña! Y naturalmente me puse en lo peor. Creí que los gitanos se habían llevado a mi hermana. Al parecer no gritaba ¡ay mi niña! Sino ¡ay mis niños!
Cuando nos acercamos a los gritos y al fin pude ver que mi hermana Lucía iba de la mano de mi tía, el corazón se me ensanchó.
Mi tía Eloisa le echó una reprimenda al guarda y al día siguiente lo mandó al pueblo. Nos quedamos solos con el consiguiente pánico, porque en aquellos tiempos y en el campo era una temeridad. No recuerdo a quién nos mandaría mi tío para protegernos.
Muy vagamente recuerdo nuestro regreso a Luque que debió ser a finales de septiembre. Me llenó de alegría ver a mis padres y sobre todo a Amparito que estaba lindísima.
OCTUBRE, NOVIEMBRE YDICIEMBRE DE 1935
La vuelta al Colegio este nuevo curso no me produjo el doloroso impacto del anterior, aunque supongo que, al despedirme de mis padres, en la estación debí derramar alguna lágrima.
Al contrario, este año era yo quien tenía que consolar a Vicente, mi amigo y vecino de Luque que estaba tan triste como yo el año anterior. Tenía su cama junto a la mía y de noche, tapada la cabeza, le oía llorar. Hacía lo mismo que yo había hecho un año antes.
Seguía sacando buenas notas y en continua disputa por el primer puesto con Rafael Beato y Valeriano Moreno.
Mi madre me decía en una de sus cartas que "hiciera los Siete Domingos a San José, como ya sabes es costumbre de siempre a ver si el Santo bendito te ayuda en tus estudios y puedes sacar siempre sobresaliente".
Poco debió ayudarme el Santo Bendito porque en noviembre
volvía a meter de nuevo la pata.
El día 17 de noviembre le escribía a mis padres: "Esta semana he tenido una nota pésima porque no he estudiado casi nada". Mi padre no toleró tanta franqueza e ingenuidad y me echó otro jarro de agua fría con su carta del día 22.
Me decía: "Mi querido hijo: No puedes figurarte la sorpresa que nos causó tu carta y la mala nota que has tenido esta semana y mucho más cuando tú mismo dices que era pésima porque no habías estudiado casi nada. No sé lo que habrás tenido que hacer para no estudiar porque para eso te mandé al Colegio, no para que jugaras y te divirtieras. Si yo hubiera sabido lo que ibas a hacer, otra cosa hubiera hecho yo.
Las vacaciones de Pascua están cerca y, como yo no quiero en mi casa niños desaplicados, te quedarás tu solo en el Colegio por torpe, malo y desaplicado y ya veremos si con ese castigo te enmiendas y, si no, ya verá yo lo que hago contigo, so tunantón.
Con los paseos al Instituto y las horas de recreo me parece que es bastante tiempo para descansar y lo demás del día bien puedes preparar las lecciones y que te pongan buenas notas y no eso que has
mandado.
Me parece que este año el Cuadro de Honor se ha evaporado, pero ten cuidado que eso no ocurra porque lo pasarás muy mal.
Enséñale esta carta al Sr. Director (las leía todas) y dile de mi parte que te castigue fuerte y con frecuencia para ver si consigue tu enmienda. Que seas muy aplicado para que te mande muchos besos y abrazos de tu padre que, aunque eres malo, te quiere mucho. Pepe"
Siguiendo la orden de mi padre, fui llorando y con la carta en la mano al Director. Don Pablo, el Director, era un viejecito muy simpático que, Aunque ya sabía el motivo de mi llanto, se enterneció al verme, me consoló y me dijo que apretara en los estudios aquella semana para que mi padre me levantara el castigo.
Recuerdo que en los recreos de aquella semana se hacía el encontradizo conmigo, me daba unas palmadas en los hombros y me decía:
¡adelante, Jurado!
No debieron contentar a mi padre los dos Notables que obtuve aquella semana pues me decía en carta del 29: "Estudia mucho para que siempre salgas sobresaliente, pues esa es la alegría más grande que puedes darnos. Si no sacas buenas notas te quedarás solo en el Colegio"
Al dorso escribía mi hermano Antonio unas letras, sin duda redactadas por mi padre: "Mi querido hermano: Esta semana estamos más contentos porque nos mandaste dos Notables y, aunque esa nota no es la que nos gusta a nosotros, por esta semana nos conformaremos hasta ver si en la próxima nos mandas dos Sobresalientes, para que estemos contentos del todo y además para que papá te deje venir este Nochebuena, porque si no sacas Cuadro de Honor, no quiere que vengas a pasar las vacaciones con nosotros y no tendremos el gusto de verte y abrazarte que son siempre los deseos de tu hermano. Antonio"
Por aquellos días tenía las manos nuevamente llenas de sabañones y bien por las notas que mandé o bien por la impresión que habían causado a mis padres mis manos ensangrentadas el invierno anterior, es lo cierto que me levantó el castigo -que estoy seguro me hubiera levantado de todos modos- y en carta del 17 de diciembre les escribía: "Llegaré a esa, si Dios quiere, el jueves por la tarde. Bajar con el coche a la estación para esperarme".
No todo era estudio y seriedad en el Colegio. Recuerdo las luchas que echábamos en los dormitorios, con las almohadas, los domingos. Nos levantábamos ese día una hora más tarde y, acostumbrados a madrugar y aprovechando la ausencia de Don Adolfo, peleábamos los de un dormitorio con los de otro. Cuando oíamos que se acercaba el Procurador, corríamos a las camas a fingir que dormíamos. Pero, aparte de que el suelo con restos de lana nos delataba, la falta de alumnos a quienes no había dado tiempo de llegar a sus camas, nos ponía al descubierto.
Una vez no me dio tiempo a llegar a mi cama y me escondía con tres o cuatro compañeros más en una ducha. El castigo -quedarnos sin cine- fue irremediable."
recibido 3 marzo07
"En otra ocasión, los hermanos Calzadilla que compartían un reducido dormitorio con otros tres alumnos, habían logrado encerrar un gato en su habitación.
Por la noche, mientras estábamos arrodillados a la hora de acostarnos en mi dormitorio, rezando las consabidas tres Avemarías, los hermanos Calzadilla soltaron al gato, al que habían propinado algún puntapié, y el pobre animal pasó, saltando y maullando como una exhalación por entre nosotros que, en lugar de permanecer quietos, procurábamos golpear al felino con lo que teníamos a nuestro alcance. Llegó el animal al final del dormitorio de los mayores y, como allí recibiera igual trato, volvió con nuevos saltos y grandes maullidos y nuevos golpes que, sin hacer caso a D. Adolfo, le seguíamos aplicando, con el consiguiente jolgorio.
El Procurador consiguió, al cabo de un buen rato, restablecer el silencio y escogió a cinco o seis alborotadores, entre los que desgraciadamente me encontraba yo.
Hizo acostar a los demás, nos colocó en fila a los
castigados, apagó la luz, se embutió en su manta y se sentó en su sillón
junto a nosotros.
Yo no podía contener la risa recordando lo del gato. Hacía cuanto podía por aguantarme pero no había modo de lograrlo. Ni mordiéndome los labios, ni poniéndome el pañuelo en la boca, podía aguantar
la risa. Llevábamos así más de media hora. A través de una rendija del balcón entraba un rayo de luz que me permitía ver la silueta de Don Adolfo
que, de vez en cuando, murmuraba algo como advirtiendo que se daba cuenta de mi risa.
De pronto no pude reprimir una carcajada y vi que, en la penumbra, la figura de Don Adolfo se erguía, estiraba el brazo y me lanzó
un bofetón a la cara. Con la agilidad de mis pocos años y prevenido como
estaba, bajé con toda rapidez la cabeza y el impacto dio en pleno rostro del
alumno que me precedía en la fila que lanzó un grito de dolor.
El resultado fue que D. Adolfo mandó a los demás a la cama y a mí me tuvo en pié otra media hora más. Viendo como las gastaba Don
Adolfo se me quitaron las ganas de reír. Ni que decir tiene que aquel domingo entre las filas de los castigados sin cine estaba yo.
Los domingos variaba la regla: Nos levantábamos a las siete y media y, como es lógico, no había estudio. Íbamos a Misa a una Parroquia próxima. Después de desayunar nos llevaban al salón de actos que era el mismo salón de cine. En la tarima se colocaba en el centro el Director y a sus lados los profesores que leían las notas de sus respectivos cursos. De vez en cuando, el Director alentaba, reprendía o aconsejaba a algún alumno. Una vez que salí el primero con dos Sobresalientes, seguramente a raíz de la célebre carta de mi padre, recuerdo que me dijo:
¡Bien, Jurado, bien! A mí se me disparaba el corazón cuando le tocaba el
turno a Don Martín, ante la incertidumbre de mis notas.
Los domingos descansábamos del invariable cocido y comíamos paella. Por la tarde íbamos a jugar al fútbol o a ver al equipo
local y si la tarde estaba lluviosa o bien nos quedábamos en el Colegio o
salíamos a pasear con D. Adolfo por la carretera de Rute.
Al anochecer teníamos sesión de cine. Cine mundo, por
supuesto. Al final de la película nos ponían un corto de Charlot o Tomasín.
La verdad es que el cine no era totalmente mudo, pues el silencio lo rompía
el crujir en las bocas las patatas fritas que comprábamos a un viejecito con
chaquetilla blanca que se ponía en la puerta trasera del Colegio
También rompía el silencio un pequeño aparato de radio que los maristas colocaban en una mesita bajo la pantalla. Coincidía la sesión de cine con la hora de las noticias y, comoquiera que al final del boletín ponían el himno de Riego, que era el de la maldita República, los alumnos de los primeros bancos se lanzaban a la radio para apagarla. No me explico como, no caía el aparato al suelo.
De vez en cuando la pantalla se oscurecía unos
segundos. Era que la previsora mano de Don Martín, que era quien proyectaba, se interponía en el haz de luz para evitarnos la visión de alguna escena inconveniente, tal vez algún inocente beso. (¡Si el pobre Don Martín viera hoy la televisión!).
Antes de ir al salón de cine, y al toque de las palmadas de D. Adolfo, formábamos por cursos en el patio. El Procurador sacaba un papelito y nos echábamos a temblar. Leía unos nombres que eran los castigados sin cine y con estudio que formaban otra fila y eran conducidos por algún profesor al salón de estudios.
Yo formé parte en esa fila dos o tres veces. El motivo de una de ellas fue el siguiente: Habíamos salido de paseo el domingo anterior y quienes no jugábamos al fútbol aquel día nos alejamos un poco hasta la vía, donde recuerdo que poníamos en los raíles una moneda de cinco céntimos (una perra chica) que aplastada por el tren se convertía en una moneda de diez céntimos (perra gorda) con la que engañando al pobre viejecito de las patatas comprábamos el correspondiente paquete.
Esa tarde alguno del grupo sacó unos cigarros y estuvimos fumando. Algún chivato nos delató a D. Martín quien nos hizo copiar en castigo ¡la lección del tabaco! Que era la más larga de la Geografía, lo que implicaba perder muchos recreos para hacer la copia. Y no considerando que era suficiente castigo, dio nuestros nombres a Don Adolfo para que figuraran en la fatídica lista.
Como antes digo, los domingos que hacía mal tiempo los "pequeños" nos
dividíamos en dos grupos. Unos se quedaban jugando en el Colegio y otros,
provistos de abrigo y paraguas, nos íbamos de paseo con don Adolfo,
invariablemente, por la carretera de Rute.
Aún me parece estar viendo a D. Adolfo, que tenía sus buenos 65 años, nariz
aguileña, fornido, algo cojo y que andaba bamboleándose como un pato, calado con su boina que se ponía con singular gracia y que no se la quitaba sino en la Capilla y en el comedor. Era un típico vasco.
Nos contaba por el camino mil historietas, que oíamos embelesados, y era,
como casi todos los Maristas, hincha del Atlético de Bilbao.
Llegaron las vacaciones de Navidad de 1935 y D. Adolfo nos repartió en el
tren por los distintos pueblos. No recuerdo nada particular de aquellas vacaciones que sin duda pasé con la alegría de estar con la familia.
Casi con toda seguridad que más de una tarde saldría con mi padre y mi hermano Antonio a pasear por la carretera de Zuheros. Es precioso el panorama que desde allí se contempla. A la izquierda el tajo del Algarrobo y
a la derecha un mar de olivos, con Baena en primer término y, al fondo, la
sierra de Córdoba. Los días claros se veían las Ermitas. Ese era el frecuente paseo de mi padre cuando no lo hacía por el Rosario, a los pies del Castillo de Luque y desde donde se divisa igualmente un espléndido
paisaje.
AÑO 1936
Empieza el año trágico de España. El enfrentamiento entre derechas e izquierdas hacía el choque inevitable. Asaltos, huelgas, asesinatos e incendios presagiaban la gran catástrofe.
La influencia de mi padre y la de los Maristas, lógicamente se iban metiendo dentro de mi. Nuestro ídolo era José Antonio y en Lucena, en el Colegio, aprendí a cantar el Cara al Sol que luego enseñé, junto con Vicente, a Epifanio que fue uno de los primeros falangistas de Luque.Yo seguía con mis estudios normalmente, luchando para sacar los dos Sobresalientes y el primer puesto de la clase y tener así a mi padre contento, pues sabía la alegría que con eso le daba.
Las izquierdas, dispuestas a toda costa a conquistar el poder, formaron el
tristemente célebre Frente Popular.
El día 16 de Febrero iban a ser las elecciones y el día 9 escribía a mis padres diciéndoles que, con tal motivo, nos habían dado vacaciones en el Instituto, pero que en el Colegio sólo daban de sábado a lunes, diciéndoles a mis padres que no iría a casa porque no mecía la pena para dos días.
Mi padre me contestó que "efectivamente, no merecía la pena que fuera
porque, como ganarán las derechas, todo estará tranquilo y pacífico".
Qué equivocación o qué ganas de tranquilizarme.
El 16 de Febrero, día de las elecciones, escribía a mis padres y les decía
que se habían ido bastantes niños de vacaciones (seguramente por miedo), les enviaba unas notas estupendas y les añadía:"Ayer estuve oyendo el discurso de Gil Robles" (Nos habían llevado los Maristas a un cine donde, por radio, se difundió el discurso)
Las elecciones fueron, en su primera vuelta, según parece, bastante equilibradas, pero las izquierdas comenzaron los desmanes.Se corrió la voz de que iban a quemar el Colegio y los Maristas, asustados, avisaron a nuestros padres para que fueran a recogernos. Yo recuerdo que me fui a Luque, con otros luqueños, en el camión de Vicente.
Nos detuvimos en Cabra y en un bar oí, desde la puerta, un discurso de Azaña
con el que pretendía tranquilizar a los españoles.
Al pasar por Doña Mencía estaba ardiendo la Iglesia.
Durante mi estancia en Luque se rumoreó que iban a quemar la Iglesia. El
Párroco, Don Ángel (que pasados los años casaría a mi hermano Eloy) se fue a Bujalance huyendo de la quema. Mi padre, que era respetado en el pueblo,
habló con "Puchita", un Jefe de los comunistas, pescadero, padre de mi amigo
Alfonso, quien le tranquilizó diciendo que él le respondía de que ni se
quemaría la Iglesia ni el Convento de las Mercedarias.
Lo cierto es que las Hermanas Mercedarias se salieron del Convento, que
era también Hospital, y donde yo aprendí a leer con Sor Teresa. Dos o tres
monjas se alojaron en mi casa. Parece que estoy viendo a mi madre guardando en el armario unos cálices que traían.
Confiado en la palabra del Jefe comunista, mi padre, con algún amigo, fue
en el coche a Bujalance de donde logró traer el Párroco.
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