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Progresistas en la niebla

Progresistas en la niebla
EL progresismo ibérico es como los yogures, se vende en 'pack' indivisible. No es fácil conciliar el velo islámico con el feminismo; la gorra belicista de Guevara, con el pacifismo; el puro de Fidel, con la fresa y el chocolate; ni el nacionalismo, con la igualdad. Pero, qué más da, ¿acaso hablamos de coherencia? No, hablamos de ideología. El progresismo se apoya sobre la idea de que alguien conoce el curso futuro de la historia, alguien sabe cuál es la dirección inexorable del progreso, y a los de-más nos toca seguirle. Ese alguien puede ser desde un partido político hasta un intelectual de moda o un cantante 'démodé'. Pero no es así, no podemos predecir el futuro de la historia, no sabemos hacia dónde va la humanidad. En palabras de Karl Popper, el futuro está abierto, y lo que resulte dependerá principalmente de nuestra libertad individual. Luego la ideología progresista carece de base. A falta de una base sólida, el progresismo se ha convertido en un haz de ideas, muchas veces contradictorias entre sí, ligadas tan solo por factores circunstanciales, por la demagogia o el oportunismo. Solo así se puede entender que el progresista hispánico medio simpatice hoy con ideas que hasta hace dos días consideraba retrógradas, como el nacionalismo, el islamismo o el indigenismo. De este modo sobrevenido y arbitrario, se viene a sumar al 'pack' progre también la defensa de los supuestos derechos de los grandes simios. Personas que confunden a un chimpancé con un bonobo; a Dian Fossey, con Sigourney Weaver; a Jane Goodall, con un personaje de Los Simpson, han captado no obstante que hoy la cosa va de gorilas, que ahora toca salvar al gran simio. Ahora, que ya no hay derrames de crudo en el océano, que ya no existen guerras sobre la faz de la tierra, nos queda la causa del orangután.

Por si alguien prefiere informarse antes de ponerse la pegatina, sépase que la preocupación por el sufrimiento animal procede de las tradiciones liberales y utilitaristas anglosajonas, del pensamiento de autores como Jeremy Bentham y de las investigaciones biológicas de Charles Darwin. Desde los años ochenta del siglo pasado, esta sensibilidad moral se ha ido extendiendo gracias a las intensas, e incluso a veces heroicas, investigaciones de campo llevadas a cabo por primatólogas como Fossey, autora del famoso libro 'Gorilas en la niebla', o Goodall. Gracias a ellas, hemos conseguido un nuevo y sorprendente conocimiento de la conducta animal y de los nexos sociales y afectivos que se dan en las poblaciones de grandes simios. Merced al apoyo y la difusión que dio a estas investigaciones el National Geographic, con hermosísimas y conmovedoras imágenes, se logró una repercusión pública sin precedentes. Ambas científicas trabajaron dentro de un proyecto más amplio concebido por Louis Leakey, especialista en evolución humana. Pero, con independencia de lo que pudiera enseñarnos sobre la evolución humana, la observación sistemática y continuada de los grandes simios en libertad se reveló como una fuente apasionante de conocimientos que interesan por sí mismos. Mostró, entre otras cosas, que la caracterización del animal como una especie de máquina conductista era perfectamente falsa. Muchos animales -no solo los grandes simios- tienen una imagen mental del mundo, están dotados de imaginación y de memoria, de ciertas emociones y forman parte de una tupida red de relaciones sociales y ecológicas. A diferencia de los seres humanos, los demás animales no poseen autoconciencia, pero podemos pensar que su sufrimiento y dolor se parecen mucho al nuestro, y podemos obrar en consecuencia de forma empática.

Ahora bien, una ética que busque evitar el sufrimiento animal no tiene por qué derivar en una política absurda de invención de nuevos sujetos de derecho, ni mu-cho menos en una nueva antropología que pase ahora a olvidar las tan evidentes diferencias entre los humanos y los demás animales. Tras igualar a los humanos con los otros animales, corremos el riesgo de acabar tratando a los humanos como ni siquiera los otros animales deberían ser tratados. De hecho, el principal ideólogo del Proyecto Gran Simio, Peter Singer, se muestra tolerante con el infanticidio. Quien no haya leído los textos de Singer es posible que dude de que un moralista reputado pueda combinar la sensibilidad más exquisita ante el sufrimiento animal y la más irresponsable de las cegueras ante el valor de la vida humana, especialmente de la vida de los más débiles. Pero así es. Sus textos son perfectamente explícitos. En su libro Ética Práctica podemos leer: «La vida de un recién nacido tiene menos valor que la de un cerdo, un perro o un chimpancé [ ] Las razones para no matar personas no son válidas para los recién nacidos». Y propone directamente negar el pleno derecho jurídico a la vida a los bebés menores de un mes por el momento. Antes de colocarse la pegatina, calculen ustedes el riesgo al que nos abocan. ¿Sería mucho pedir?

Basta con el sentido común para saber que si es posible evitar el sufrimiento animal, hay que evitarlo. En esa línea apuntan tantas medidas que desde hace tiempo se vienen tomando para la correcta regulación de la cría, el transporte y el sacrificio de animales.

Pero, convertir estas observaciones de puro sentido común en un estandarte partidista, en un disparate jurídico, en la disculpa para la imposición de una nueva antropología oficial, eso solo puede responder a los intereses oportunistas de un gobierno como el nuestro empeñado en la reeducación de las conciencias.

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