La creencia más arraigada en el sentir de los griegos consistía en afirmar que el hombre es un “animal político” por naturaleza. Ser político constituye una dimensión esencial en el rasgo específico del ser humano, así que el hombre desarraigado de la política no puede alcanzar un nivel de vida auténticamente humano.
En el sentido aristotélico, el hombre, como ser político, implica dos dimensiones fundamentales: primera, porque se agrupa y vive en comunidad, lo que significa que los seres humanos somos deficientes, incapaces de subsanar, por nosotros mismos, nuestras propias necesidades. Su vida en comunidad es de orden superior, porque el hombre posee lenguaje, se comunica, dialoga, resuelve los conflictos y también los provoca. Caracterizar al hombre como zoon politikón es situarlo en la comunidad, pero no en cualquier comunidad, sino en la comunidad política, esto es: la familia que asocia a un número de individuos, la aldea donde comparten grupos de familias, y la polis, donde los ciudadanos viven estrictamente como tales y alcanzan su plenitud en y gracias a la propia comunidad.
Ahora, para continuar desarrollando la connotación sobre la polis griega, llegamos a la segunda dimensión fundamental en la política aristotélica: el hombre es un animal político porque vive, siente y ama la polis, como comunidad política y como ciudad dotada de soberanía. Ciudad sólo tiene sentido como convivencia, como vínculos que se estrechan entre los ciudadanos, como así lo afirmó Aristóteles: “La forma suprema de comunidad, la que abarca a todas las otras, es la polis, es decir, la comunidad política”. A la polis la conforma la estructura de la politeia o conjunto de ciudadanos, entendidos éstos como el cuerpo vivo, que participan activamente en la vida política de la ciudad, en los asuntos del gobierno.
Nos dice Xavier Zubiri que “el hombre es un animal de realidades”, y como todo viviente tiene su locus y su situs. Se encuentra entre las cosas, está colocado “entre” ellas, pero también situado “frente” a ellas. Ahora bien, al estar entre y frente a las cosas, tiene que habérselas no sólo con las cosas, sino consigo mismo, siendo ello lo que denomina Zubiri la habitud.
La vida humana es vivencial, movimiento vital, es una acción permanente, una sustantividad. En este sentido, asumir la realidad es una manera de realizarnos, de autoposeernos en todo cuanto hacemos y vivenciamos. La mayor preocupación del hombre debería ser la propia vida, el vivir como naturaleza misma, como libertad, como máscara que acepta y representa la vida que le ha tocado en suerte.
El hombre, como ser político, tiene que estar inmerso en una comunidad, en una sociedad. De ninguna manera puede renunciar a ella. Tiene que luchar por el beneficio propio y el de su polis. Reír, soñar, disfrutar, gozar, amar la polis como se ama a sí mismo.
La propuesta que hacemos es poner en práctica una ética racional, reflexiva, mediante la cual solucionemos los problemas y conflictos por la vía del diálogo, la concertación, el discurso racional, llevando como valor implícito el de la igualdad, ya que al que se le demuestra racionalmente se le trata como un igual y la relación entre quienes están en un proceso de demostración es una relación entre iguales.
Hablamos de una ética hoy porque la historia nos ha demostrado que en aquellos momentos de desasosiego, incertidumbre, confusión, caos..., los pueblos y las comunidades parecen esperar respuestas y propuestas que los salven del naufragio y la hecatombe. Vivimos tiempos violentos, nihilismos desazonantes, desnortamientos desgarradores y angustia colectiva, pero queda la esperanza de una vida mejor.
La ética es un saber que orienta racionalmente al ser humano durante toda la vida. Y antes de universalizarse se tiene que individualizar: es de cada uno de nosotros. Mediante el recto actuar, el ser humano puede lograr en su espacio donde vive, la felicidad que siempre se buscó en la antigua Grecia. Si se actúa bien, los efectos son buenos; si se actúa mal, los efectos serán malos.
Somos racionales, sujetos que hablamos, pensamos. Por lo tanto, tenemos también la capacidad de dialogar, establecer consensos, compromisos, donde la acción comunicativa sea la norma para saber que el otro no me engaña ni yo tampoco pretendo engañarlo con mi discurso. Hay que evitar a toda costa aquello que expresara Epicuro, hace ya veintitrés siglos: “Si Dios prestara oídos a las súplicas de los hombres, perecerían, porque de continuo piden muchos males los unos contra los otros”. |
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