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FRANCO-HITLER: LA TÁCTICA DE BERTOLDO (por Pío Moa)

FRANCO-HITLER: LA TÁCTICA DE BERTOLDO (por Pío Moa)

Así pues, Hitler mismo desmiente las enrevesadas construcciones  de nuestros lisenkos, al señalar su prioridad, durante varios cruciales meses, en conseguir  la entrada inmediata de España en guerra. Y Franco, como queda igualmente de manifiesto, tuvo como prioridad abstenerse de entrar en aquellos momentos,  con lo cual salvó al país (y a los anglosajones) de una catástrofe. El interés del dictador alemán  no radicaba, claro está, en la ayuda que pudiera prestarle el ejército español,  pues sabía de sobra sus malas condiciones, así como las de la  economía del país en general. De hecho,  se quejaba de que Franco no cesaba de pedir, sin dar  a cambio más que buenas palabras. Lo interesante para Hitler era el permiso de paso hasta Gibraltar. En Suecia, las tropas alemanas circulaban sin trabas hacia y desde Noruega o Finlandia, sin perjuicio de su neutralidad, pero tal caso no se repetía en España: aquí una situación pareja significaba necesariamente la beligerancia.

Resuelta esta cuestión en lo esencial (aunque siempre habría que matizar muchos extremos), debemos examinar la cronología de la relación entre Franco y Hitler, pues las actitudes mutuas cambiaron de forma muy palpable, a veces bruscamente, en aquellos años.  La historiografía lisenkiana presta muy poca atención a la primera declaración de neutralidad de Franco, ya en 1938, en plena guerra civil y durante la crisis de Munich, cuando pareció a punto de estallar la guerra europea. Tal declaración despertó indignación en Berlín y en Roma, que ayudaban en aquel momento a los nacionales y la vieron como una prueba escandalosa de ingratitud.  Pero Franco la hizo por dos razones: una obvia,  alejar el peligro de una invasión francesa por los Pirineos. Otra, menos mencionada,  la idea de que una contienda entre las democracias y los fascismos supondría un desastre para toda Europa, del que solo sacarían beneficio Stalin y los movimientos revolucionarios.

Franco detestaba semejante eventualidad,  pero no se hacía ilusiones al respecto. A finales de mayo de 1939, cuando muchos pensaban que el choque europeo podría aplazarse o evitarse, advirtió de la proximidad del mismo,  “más terrible de lo que la imaginación alcanza”, porque  destruiría “los puntos vitales de la nación, las fábricas y las comunicaciones”.  Por ello,  cuando la contienda mundial comenzó efectivamente, a principios de septiembre, se apresuró a pedir la paz y a declarar de nuevo la neutralidad española. No podía hacerle ninguna  gracia, además, la agresión  concertada de nazis y soviéticos contra la católica Polonia.  En la ocasión declaró: “Con la autoridad que me da el haber sufrido durante casi tres años el peso de una guerra para la liberación de mi patria, me dirijo a las naciones en cuyas manos se encuentra el desencadenamiento de una catástrofe sin antecedentes en la Historia,  para que eviten a los pueblos los dolores y tragedias…” Con la contienda en marcha,  apelaba “al buen sentido y responsabilidad de los gobernantes para encaminar todos los esfuerzos” a  no extenderla.  Se trataba, volvió a insistir al final del año, de “una lucha estéril”, cuyo resultado, venciera quien venciere,   “será igual de catastrófico”.

Vale la pena comparar esta actitud con la de Mussolini, ya ligado a Hitler por el “Pacto de acero”, pero muy desconfiado de la ventura que pudiera salir de ahí,  según  cuenta Ciano: “Haré como Bertoldo –decía  el Duce--. Aceptó la condena  a muerte con la condición de escoger el árbol apropiado para ser ahorcado. Es inútil decir que no encontró nunca ese árbol. Yo aceptaré entrar en guerra, reservándome la elección del momento oportuno” que muy bien podría no llegar nunca: “Deseo ser yo solo el juez, y mucho dependerá de la marcha de la guerra”.

Sin embargo en 1940 se produjo el  increíble y decisivo cambio. Ya habían sido harto impresionantes la rápida victoria alemana sobre un ejército polaco nada  desdeñable, en septiembre de 1939,   y la conquista de Dinamarca y Noruega con fuerzas muy reducidas y sin dominio del mar, en abril de 1940. Pero en mayo, las tropas de Hitler barrían en pocas semanas a los ingentes ejércitos francés y británico,  además del belga y el holandés. Era algo absolutamente pasmoso, nunca visto.  Nada  que ver con la I Guerra Mundial, a cuya experiencia se atenía el análisis de Franco, admirador por otra parte del ejército francés.  Nada de una larga contienda de desgaste, nada de  arruinamiento del continente y desesperación de las masas, nada de peligro revolucionario. La URSS había aprovechado para ocupar a su vez los países bálticos y una parte de Rumania, pero eso era todo, y no estaba en condiciones de explotar la situación creada en el occidente europeo. Más aún, el Kremlin había felicitado con extraordinaria efusividad a Hitler por su victoria y había contribuido algo  a ella, movilizando a los comunistas franceses para sabotear  el esfuerzo defensivo de su país frente a la invasión nazi.

Aquello trastornaba de modo radical todas las perspectivas. Lo más racional y razonable  para Franco era cambiar  su actitud, por todas las poderosas razones ya expuestas en el artículo anterior.  Un nuevo orden se anunciaba en Europa, y nada le convenía menos que marginarse de él. Lo mismo pensó Mussolini, que aprovechó el momento para abandonar el método de Bertoldo y elegir, por fin, el árbol del que había de ser ahorcado. El Caudillo, a pesar de la tremenda tentación, adoptó una  posición bastante más prudente: precisamente la de Bertoldo. A través de los momentos de mayor o menor tentación se percibe con claridad el hilo conductor de su política: él elegiría el momento de la intervención, según marchara  el conflicto.   

También Hitler cambió su actitud hacia Franco de forma bastante radical. En un primer momento, mientras esperaba que Churchill aceptara la paz, no le interesaron Gibraltar ni, por tanto, la postura española, y pensaba en el Mediterráneo como esfera de influencia de su aliado Mussolini. Pero  al mostrarse Inglaterra irreductible, Franco empezó a influir en la estrategia alemana. Hitler pensó incluso en un gran engaño, prometiendo a Franco cuanto quisiera, sin intención de cumplirlo,  para arrastrarle a la lucha. Pero el fundado temor de que tal promesa trascendería y perjudicaría sus relaciones con la Francia de Vichy le empujó a una política irresoluta. En octubre de 1940 viajó a Hendaya y a Montoire para obtener la intervención de Franco y de Pétain y no consiguió ninguna; a continuación marchó rápidamente a Florencia para detener a Mussolini en su insensata invasión de Grecia, y llegó tarde. Fueron tres auténticos reveses a manos de sus aliados o amigos, reveses de gran trascendencia sobre el curso de la guerra, aunque ello apenas pudiera vislumbrarse entonces. Poco después, fracasada de momento la invasión de Inglaterra, y con Italia sufriendo graves derrotas en Libia y en Grecia, la política de Berlín en relación en relación con  España se volvió ansiosa. Como resume el historiador N. Goda, durante ocho meses, hasta finales de febrero de 1941, Hitler persiguió la intervención española, “con energía y coherencia, con numerosos cambios y alteraciones”. Solo entonces abandonó provisionalmente la Operación Félix para concentrarse en la invasión de la URSS.  El abandono provisional iba a convertirse en definitivo.

El mismo dictamen vale para la política de Franco, sus cambios y alteraciones dentro de  una línea principal de acción seguida con tenacidad y coherencia.  Mantener el rumbo en aguas tan turbulentas  y con tales fuerzas en juego exigió, desde luego, una habilidad sobresaliente,  que nuestros lisenkos, los Ángel Viñas, Moradiellos, Reig y demás no consiguen apreciar, obsesionados en demostrar la ineptitud y simpleza de  quien, insistamos, venció a todos sus enemigos, una y otra vez, a lo largo de cuarenta años. ¿Será excesiva la sospecha de que la simpleza, inducida por prejuicios y fobias,  se encuentra más bien en tales analistas?  

PIO MOA

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