HITLER ANTE FRANCO. (por Pío Moa)
HITLER ANTE FRANCO. (por Pío Moa)
Hace años un conocido mío me enseñó un artículo escrito por él, rebosante de indignación por los tratos secretos de Franco con Hitler y Mussolini, que a su juicio habían ligado a España a la suerte del Eje.
--Claro -- le repliqué --, y por eso España entró en la guerra mundial, fue arrasada por los bombardeos de los alemanes y los Aliados, y finalmente el régimen de Franco sucumbió junto con los de Hitler y Mussolini. Todo el mundo lo sabe.
-- ¡Pero hombre! ¡Si hoy está clarísimo que si Franco no entró en guerra no fue porque él no quisiese, sino porque no le convino a Hitler…!
El articulista tenía ideas muy claras. Había leído a Preston y a Antonio Marquina, y despreciaba sin ambages a Ricardo de la Cierva, cuya lectura le parecía innecesaria. Y como Reig da la vara con el tema, lo trataré con alguna amplitud.
Sin duda alguna, mantener a España fuera de la guerra fue un mérito histórico trascendental, un inmenso beneficio para España y aun mayor, probablemente, para las potencias anglosajonas. Ahorró a nuestro país torrentes de sangre, lágrimas y devastación, ante lo cual el hambre de aquellos años, sobre todo la del invierno del 40-41, resulta un coste menor; y libró a los Aliados de un desastre que podría haberles llevado a la derrota. Obviamente, el máximo responsable de la política española en aquellos años lo es también de tales hechos, tanto más valorables por cuanto la izquierda perseguía el objetivo opuesto: meter a España en la contienda mundial, después de haber intentado prolongar la civil con el mismo fin, sin reparar en las destrucciones y nuevos cientos de miles de muertos que habría acarreado.
Pero el odio lisenkiano a Franco es tal que prefiere conceder el crédito de tal ventura al mismísimo Hitler, una monstruosidad muy en línea con su imagen de un Frente Popular democrático. Con Franco se rompe una norma elemental: la responsabilidad mayor de una victoria o de una derrota, de un éxito o de un fracaso, recae en quien ostenta la dirección, aun si es un subordinado el ejecutor más inspirado o el autor del plan, o si intervienen sucesos imprevistos. Franco venció, hasta su muerte, a sus muchos y peligrosos enemigos militares y políticos, y no obstante miles de intelectuales, a izquierda y derecha, lo pintan como un sujeto mediocre, gris e inepto ¡Sus éxitos se deberían, siempre, a cualquier persona o circunstancia menos a él…!
La interminable polémica en torno a la política de Franco hacia Hitler viene distorsionada de raíz por dos enfoques falsos: el de los lisenkos y asimilados, y el de algunos franquistas empeñados en presentar al dictador español desafiando y burlando al nazi. Como nos ilustra Marquina, la idea de que Franco resistió a Hitler y los alemanes fueron engañados por los gobernantes españoles es ridícula. Desde luego. Pero mucho más ridícula la tesis de que fue Hitler y no Franco el “culpable” de la paz de España. Según ella, Hitler habría tenido un interés muy relativo, o ninguno, por la beligerancia española, y era Franco quien insistía en ella. En algún momento, Hitler la habría aceptado, pero el precio exigido por el Caudillo le había parecido excesivo, por lo que lo habría rechazado sin problemas, máxime cuando su atención se dirigió pronto a la invasión de Rusia. De este modo, involuntario pero efectivo, habría salvado a nuestro país de las ansias belicistas de Franco y de la correspondiente masacre.
A mi juicio ningún documento clarifica mejor el conjunto de las relaciones y actitudes hispano-germanas que la larga misiva escrita por Hitler a Franco el 6 de febrero de 1941. El documento merece la máxima atención analítica de cualquier historiador serio. Hitler exponía la enorme trascendencia de la conquista de Gibraltar, bastante bien comprendida por él, al contrario que por muchos comentaristas: “Habría dado un vuelco inmediato a la situación en el Mediterráneo”; “Habría ayudado a definir la historia del mundo”. Y no exageraba mucho. La toma de Gibraltar habría inutilizado prácticamente la base británica de Malta, impedido la entrada o salida de barcos ingleses en el Mediterráneo occidental y respaldado con la máxima eficacia la prevista ofensiva de Rommel en Libia. Y tenía una dimensión global mucho mayor, pues abría paso a la ocupación de la costa occidental norteafricana, impidiendo un posible desembarco inglés o anglouseño (que ocurriría). Además, en la concepción del almirante Raeder, habría permitido al ejército alemán conquistar el norte de África hasta el petróleo de Oriente Medio, creando una tenaza desde el sur sobre la Unión Soviética, cuya invasión estaba prevista para unos meses después. Esta tarea se hallaba muy al alcance del ejército alemán, incluso de una fracción de él, pues, como pronto se demostraría, el ejército inglés no era todavía enemigo para la Wehrmacht.
La importancia otorgada por el Führer a Gibraltar explica su frustración y amargura ante las dilaciones de Madrid: “Si el 10 de enero hubiésemos podido cruzar la frontera española, hoy estaría Gibraltar en nuestras manos”; “Se han perdido dos meses, y en la guerra, el tiempo es uno de los más importantes factores. ¡Meses desaprovechados muy a menudo no se pueden recuperar!”; “¡Lamento profundamente, Caudillo, su parecer y actitud!”. Realmente Franco estaba causando a Hitler unos daños estratégicos de la máxima trascendencia, como percibía con nitidez el interesado, que también reprochaba al español, razonablemente, sus excesivas ambiciones en África: “Me permito indicar que la mayor parte del inmenso coste en sangre en esta lucha lo soporta hasta ahora Alemania en primer lugar, y luego Italia, y ambos, a pesar de ello, solamente han presentado modestas reivindicaciones”.
Sospechando que Franco se estaba “vendiendo” por los alimentos británicos, Hitler le prevenía de que Inglaterra no tenía intención de ayudarle sino solo de “retrasar la entrada de España en guerra, de paralizarla y con ello incrementar sus dificultades permanentemente y así poder finalmente derrocar al actual régimen español”; aparte de que aun si Inglaterra, “en un arrebato sentimental nunca visto hasta ahora en su historia, quisiera pensar de otro modo, no le sería posible ayudar realmente a España (…) en una época en que ella misma está obligada a rigurosas reducciones en su nivel de vida”, las cuales irían en aumento. En fin, insistía Hitler, “Estamos comprometidos en una lucha a vida o muerte”, y “En esta histórica confrontación debemos atender a la suprema lección de que en tiempos tan difíciles más puede salvar a los pueblos un corazón valeroso que una al parecer inteligente precaución”.
Es difícil expresarse con mayor claridad y deshacer con mayor contundencia la impresión creada por Preston, Marquina y tantos otros. Pero a nuestros tuñonianos y asimilados les da igual. Ellos saben mejor que Hitler lo que Hitler pensaba y quería, como les ocurre con Azaña, con Largo Caballero o con cualquiera.
No menor interés tiene el tono general del documento, persuasivo y casi implorante tras haber fracasado, diez días antes, una conminación de Ribbentrop con carácter casi de ultimátum; un tono que asombra aún más cuando Franco le respondiera con otra carta casi insolente. Ante los graves perjuicios que España estaba causando a sus planes, Hitler tenía poder muy sobrado para imponer sus intereses por la fuerza, y sin embargo no lo hizo. No invadió la península, aunque estuvo tentado de hacerlo. Sabemos aproximadamente por qué: la invasión le hubiera sido fácil, pero temía verse enfangado en una reedición del laberinto napoleónico a sus espaldas, mientras preparaba el ataque a Rusia desde Europa. Por lo tanto creyó que solo le convenía atacar Gibraltar con el permiso de Franco, y sus esfuerzos se dirigieron a ello, alternando la conminación y la persuasión. Probablemente cometió un error, comparable, por sus efectos, a su vacilante planeamiento de la batalla de Inglaterra.
La carta del Führer demuele también, como veremos, las argucias, más bien que argumentos, con que el Caudillo justificaba sus demoras, lo cual obliga a replantearse la verdadera actitud de éste, así como su evolución.
PIO MOA.
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