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Guía políticamente incorrecta de la ciencia

Guía políticamente incorrecta de la ciencia

LOS SEÑUELOS DE LA POLÍTICA

Guía políticamente incorrecta de la ciencia

Por Tom Bethell

http://libros.libertaddigital.com/articulo.php/1276231811

Detalle de la portada de GUÍA POLÍTICAMENTE INCORRECTA...
Parece como si los científicos gozaran de cierta inmunidad. Toleran el examen, pero preferiblemente si se hace dentro de sus propias filas (...) Los que no son especialistas en [un determinado] terreno temen entrar en el campo de los demás, como no sea con un espíritu respetuoso. Por todo lo cual raramente se producen desacuerdos. Y los sacerdotes de la ciencia no se ven molestados, que es lo que en el fondo les gusta.
Pero la verdad es que la ciencia se ha politizado, y si los científicos no quieren criticarse unos a otros ¿quién lo va a hacer? Creo que los periodistas necesitarían involucrarse más en este asunto. No hacer simplemente reportajes sobre temas científicos, sino prepararse para poder ser más críticos.
Los periodistas son generalistas y, con frecuencia, muy proclives a adquirir conocimientos básicos en cualquier nuevo campo. Pero también se muestran muy reticentes a enfrentarse a los especialistas (...) Algunas veces los periodistas creen que es peligroso cuestionar a los expertos. En realidad, lo verdaderamente peligroso es no hacerlo. Un antiguo y admirable refrán que se oía a menudo en las redacciones de los periódicos en la época del Watergate decía: "No aceptes las limosnas que te da el Gobierno". Pero eso es algo que tiende a olvidarse cuando se trata de la Medicina. En cierta ocasión le pregunté a un periodista por qué se mostraba tan poco crítico con lo que decía el Gobierno sobre el sida. "Yo no soy médico", me respondió.
En el terreno político, incluyendo los temas que se refieren a espionaje o a política exterior, los periodistas se toman en general grandes libertades. Sin embargo, no siempre es así. También aquí suelen recibir llamadas telefónicas advirtiéndoles de lo que significa la seguridad nacional. Por todo ello, hace unos treinta y cinco años un grupo de editores importantes decidieron formar su propio cuerpo de jueces críticos. El contexto era en aquel entonces la guerra de Vietnam. La Administración Nixon trataba de impedir la publicación de los llamados Documentos del Pentágono, un cuerpo de informaciones que se mostraba crítico con la guerra. Entonces se intentó activar una serie de mandatos judiciales para impedir la publicación de tales documentos, aunque finalmente prevaleció el "derecho a saber" que tiene el público.
El primero en hacer pública aquella información fue el New York Times, y los demás periódicos le siguieron. Y a todos nos vino bien aquello. El papel que juegan los periodistas cuando desafían al Gobierno es beneficioso, sean cuales fueren los mecanismos que utilicen para hacerlo. El problema estriba en que con demasiada frecuencia no se atreven a desafiar la política gubernamental, sino que la apoyan, incluso cuando los fines del Gobierno son de evidente interés propio. El verdadero peligro está en no examinar a fondo el poder del Gobierno.
Los periodistas examinan con lupa las afirmaciones del Pentágono, del Departamento de Estado o de la CIA (...) No se pretende conseguir con ello grandes avances en las relaciones internacionales, ni mucho menos. (...) Pero cuando se trata de temas científicos se muestran más reacios. El análisis de las afirmaciones científicas es algo que se ve generalmente relegado.
El presupuesto del Instituto Nacional de la Salud se ha duplicado bajo el mandato del presidente Bush, y en lo que se refiere a la seguridad nacional se ha creado una gran muralla a partir del 11 de Septiembre. Es una muralla real y también simbólica: ¡No molesten! La clase sacerdotal de corbata y camisa blanca está trabajando. Busque su propio tratamiento. Y aunque uno debería pensar que les pagamos con nuestros impuestos, los periodistas se sienten intimidados. Habría que pedirles que emplearan con los jerarcas del Departamento de Salud Pública el mismo escepticismo que emplean con los del Departamento de Defensa.
[...]
[Por eso] se necesita una Guía políticamente incorrecta de la ciencia. En el campo de la ciencia, los Woodward y los Bernstein [1] no se han mostrado muy eficaces. Y sin una debida vigilancia los profesionales pueden a veces conducirnos a la muerte. En resumen, vale la pena comparar el tratamiento de la ciencia médica con lo que Thomas Carlyle llamó la "ciencia funesta", cuando se refería a la economía [...] En el siglo XIX la economía se conocía como "economía política", y estamos de acuerdo en que ése era su nombre correcto. La economía es más bien un asunto político que científico. Y la política es un campo en el que los periodistas no tienen miedo a pisar. Por lo que les estamos muy agradecidos (aunque Karl Marx fuera periodista).
Durante décadas, como señala Michael Crichton, se consideró que la ciencia estaba por encima de la política. Después de todo, trataba con hechos y no con opiniones o juicios. Los hechos se comprobaban de forma experimental, y los experimentos se pueden repetir. La ciencia es un campo del saber que se autocorrige (una verdad a largo plazo). Por el contrario, la política es un campo de valores en contienda.
Pero ha sucedido que la ciencia se puede politizar fácilmente. La razón más importante para ello es ésta: a menudo existe mucha incertidumbre en lo que se refiere a los hechos. En tales casos se pueden sustituir los hechos por preferencias, y esto puede resultar poco veraz.
Un buen ejemplo de lo anterior es lo referente al calentamiento global. Suele decirse que, si no sabemos con certeza si hemos de coger un paraguas para ir al trabajo, ¿cómo vamos a predecir el clima que habrá dentro de cien años? Algunos de aquellos que hoy hablan con más fuerza del calentamiento global hablaban, hace veinticinco años, del enfriamiento global. Si el planeta se está calentando, ¿es responsable de ello la humanidad, o lo es el sol? Inevitablemente, al encontrarnos en semejante incertidumbre, la pugna por establecer hechos que se muestren relevantes se convierte en una pugna política.
Malthus.Son muchos los que no se dan cuenta de esto. En consecuencia, se ha iniciado sobre el tema del calentamiento global algo que recuerda a un auténtico debate. Está ampliamente aceptado que la meteorología es una ciencia inexacta, y que algunos de los alarmistas ven en ello, por ejemplo, un mecanismo político para frenar el crecimiento económico de Estados Unidos (...)
[...]
Toda aquella ciencia que se base en advertencias de mal agüero sobre el futuro debería resultar sospechosa, y habría que considerarla, casi por definición, politizada; aunque sólo fuera por el hecho de que las democracias, tal como se encuentran constituidas actualmente, responden con una desmedida prisa a cualquier aviso de crisis. En 1798, en Inglaterra, el economista Thomas Robert Malthus –un tipo lúgubre, seguramente– advirtió de que la población estaba creciendo con mayor rapidez que los recursos alimentarios. El Parlamento, sin embargo, no tomó ninguna medida, e hizo bien al actuar así. Pero el genio tutelar de Malthus en lo referente a los índices matemáticos de crecimiento siguió confundiendo a los estudiosos durante años, por más que tales índices estuvieran basados en cálculos erróneos. A pesar de ser un gran científico, el hombre estaba equivocado.
Hace unos treinta años –siempre dentro del mundo occidental– volvieron a resurgir los temores de superpoblación malthusianos. Ahora se veía el asunto como una crisis a escala mundial. El biólogo Paul Ehrlich vaticinó que morirían de hambre millones de americanos (realmente, habría estado más acertado si se hubiera referido al problema de la obesidad). Estados Unidos facturó al extranjero miles de millones de preservativos. Sólo en 1990, según una estimación oficial, se enviaron 7.000 millones. Sin embargo, y como contraste, ahora empezamos a oír hablar de los problemas potenciales que presenta la reducción de la natalidad.
En 2000, se creyó que el estallido de una "pandemia" de sida y VIH (virus de inmunodeficiencia humana) en los países subsaharianos podía llegar a ser tan alarmante que incluso el vicepresidente Al Gore y la secretaria de Estado Madeleine Albright llevaron el asunto al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Se trataba, según se decía, de una enfermedad que se transmitía por vía sexual; así pues, se volvieron a necesitar los preservativos. Hoy día, los países subsaharianos tienen el índice de crecimiento de población más alto del mundo (aunque puede estar usted seguro de que los preservativos seguirán necesitándose ahora más que nunca).
Los acontecimientos futuros son de índole desconocida; y, para abreviar, la incertidumbre se convierte en una buena oportunidad para todos aquellos que buscan una forma de politizar la ciencia.
Todos los departamentos gubernamentales se enfrentan básicamente a los mismos incentivos. Se benefician tratando de persuadirnos de que no podemos seguir viviendo sin ellos. Esto tal vez pudiera ser cierto en lo referente a aquellos departamentos ya veteranos, como las secretarías de Defensa, Estado y Justicia; pero la cosa resulta menos clara en aquellos otros que se han creado más recientemente en base a una supuesta emergencia (a la mente me viene ahora, por ejemplo, la Agencia para la Protección del Medioambiente). Todos estos organismos utilizan las mismas campañas publicitarias: "El problema es más grande de lo que podemos imaginar; pero no se preocupen: estamos esforzándonos en resolverlo. Así que ¡aumenten nuestro presupuesto, ya!".
Los periodistas deberían sospechar de este tipo de campañas, tanto si pretenden incrementar nuestros temores como si quieren hacerlo con nuestras esperanzas. Tomemos el caso del Proyecto del Genoma Humano. Desde sus inicios se trató de un proyecto gubernamental, "un tema que debería ser llevado al Congreso", como afirmó el gurú de la ciencia James Watson, tratando de darle mayor realce. Se dijo que se lograrían grandes ventajas en el campo médico con ese proyecto, pero hasta ahora no se ha materializado ninguna de ellas; y, probablemente, seguirán sin materializarse. Sin embargo, aparte de algunas críticas (justificadas) por parte de la izquierda, deplorando su ideología "determinista", el proyecto del genoma no ha recibido más que alabanzas por parte de toda la prensa.
En el ámbito de la ciencia básica, el proyecto genoma puede enseñarnos mucho, al final; aunque sólo sea para revelarnos la inmensidad de nuestra ignorancia. Probablemente el concepto del gen tendrá que ser revisado, y habrá que volver a escribir nuevos textos (...)
[...]
Cuando parece surgir una oportunidad ventajosa y los inversores privados la desdeñan, la cosa no debe de estar muy clara. En el caso del genoma, se pudo comprobar que el "negocio modelo" resultó inapropiado, pero el error de cálculo todavía fue peor. Incluso la ciencia lo miró con recelo. Lo mismo puede suceder con la investigación sobre las células madre. Y aunque los fondos gubernamentales se han visto restringidos, la investigación es legal. No obstante, si las promesas de indiscutibles ventajas médicas son tantas y tan grandes, ¿por qué resulta esencial que se comprometa en el asunto el Gobierno federal? ¿Es que acaso los grandes inversores saben algo más de lo que conocen los redactores de los grandes titulares de prensa?
A veces los periodistas pasan por alto estas cuestiones. Quizás la razón estribe, en el caso de las células madre, en que el tema se ha enmarcado dentro de una especie de enfrentamiento entre las promesas científicas y la ética reaccionaria. Los científicos lo prefieren así. Pero las dificultades todavía no resueltas por la ciencia raramente se convierten en titulares.
Otros temas son "políticos" de manera diferente. Tomemos, por ejemplo, la investigación sobre el cáncer. (...) durante tres décadas el Instituto Nacional del Cáncer ha seguido una teoría errónea sobre los orígenes de esta enfermedad: la teoría de la mutación genética. No es que los científicos involucrados en este trabajo –la gran mayoría de los investigadores sobre cáncer– hubieran adoptado tal teoría por motivos políticos. No era así. Si el argumento que expongo es correcto, el problema que subyacía en todo esto se debía al recorte de fondos gubernamentales que impedía la búsqueda de otras teorías alternativas.
Una estrategia gubernamental que permitiera este contraste de teorías en las investigaciones hubiera parecido producto del descuido, no mucho mejor que un método de tanteo. Dicho claramente: la mayor parte del dinero empleado en la investigación hubiera sido "despilfarrado"; y a los políticos no les gustan esas cosas porque temen la censura. Prefieren que sean los expertos los que decidan, ya sea por consenso o mediante un comité, y ser ellos los que distribuyan los fondos.
Por el contrario, la investigación del sector privado, por su propia naturaleza, sigue el método del tanteo. Se invierte el capital en un amplio abanico de ideas e investigaciones, de las cuales tal vez sólo una de ellas resulte rentable. En el sector privado a esto se le llama "riesgo", no despilfarro. Los grandes avances científicos que hemos visto en las últimas décadas, en el campo de los ordenadores y de la tecnología informática, han conllevado muchos riesgos y una gran cantidad de inversiones "despilfarradoras". Pero también se han conseguido enormes progresos.
Históricamente, las teorías competitivas han representado la fuerza impulsora del progreso científico. Los investigadores aislados y las compañías privadas han constituido las fuentes más provechosas de estos avances. Y de la misma forma que sucede con el sistema de mercado competitivo, en la empresa privada, que sirve para fomentar la innovación, sucede también en el campo de las teorías científicas competitivas, que conducen a la investigación de nuevas teorías.
Cuando todos los huevos de la investigación se encuentran en el mismo canasto, la cosa es muy diferente. La conveniente competición se puede ver estancada, o totalmente eliminada, si tal es lo que decreta el Gobierno (como sucedió bajo el comunismo). Cuando prevalece una única fuente de ingresos, casi siempre se convierte la ciencia en la criada de la política. Pero no suele verse, en nuestros periódicos más importantes, el reconocimiento de que sea esto un problema. La revista Science, por ejemplo, vigila muy de cerca los gastos gubernamentales en temas científicos, estableciendo sin vacilar una correlación entre "más" y mejor.
Las inversiones gubernamentales han promovido también la idea de que una teoría científica puede ser considerada veraz si dispone de suficiente apoyo (...) Una teoría aceptada por el 99% de los científicos puede estar equivocada. Pero los comités del Instituto Nacional de la Salud que deciden qué proyectos serán aprobados por el presupuesto se hallan inevitablemente formados por científicos que están muy de acuerdo con semejante teoría (...)
La teoría de la evolución también se ve apoyada por un consenso total. Pero ¿es verdadera? La dificultad para saber lo que son los hechos (o lo que fueron) es, una vez más, una tarea gigantesca. Los hechos tuvieron lugar hace cientos de millones de años, cero más o cero menos, y la decadencia física ha convertido aquellos hechos en algo poco menos que imposible de conocer. Los fósiles están muy dispersos y son difíciles de interpretar.
Así pues, tenemos pocos hechos; pero ahora lo desconocido reside más en el pasado que en el futuro. Los fósiles nos dicen que la mayoría de los organismos que en una época poblaron la Tierra ya no lo hacen. De esto pueden extraerse un gran número de conclusiones, o quizás sólo una.
Nos inclinamos fuertemente a sustituir la fe por la duda. Recientemente, Ben Adler, de la revista New Republic preguntó a una serie de eminentes científicos si "creían en la evolución". Se arrancaron afirmaciones rotundas ("Creo en ella", "Por supuesto", "Sí"). Fue una cosa un tanto extraña. Ninguna de estas personas parecía haberse dado cuenta de que la fe es algo más apropiado para los temas religiosos que para asuntos científicos.
Este artículo es un fragmento editado de la introducción de la Guía políticamente incorrecta de la ciencia, editada por Ciudadela y que estará a la venta a partir del 29 de mayo.


[1] Los periodistas que destaparon el Watergate.

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