... Pretendió sustituir a los dos partidos turnantes -que habían perdido raíces en la realidad del país, en aras del famoso caciquismo electoral- por fuerzas políticas con auténtica raíz en la sociedad española. De aquí su apelación a la ciudadanía para que le brindase hombres rectos...
Así -como reza el título- evocaba al final de su vida a don Miguel Primo de Rivera quien había sido, en los «felices veinte» -que felices fueron, en verdad-, su más feroz enemigo: Indalecio Prieto. Había quedado lejos la desdichada y fugaz experiencia republicana; pero seguía viva la memoria de la guerra civil, ya que el raudal de sangre provocado por ambos bandos durante ella no había dejado de fluir en los días de la nueva dictadura, tan diversa de la que, solo prolongada seis años, había encarnado el marqués de Estella. De aquí el tardío reconocimiento -la añoranza- del líder socialista.
En estos tiempos nuestros, tan afanosos de recuperar la memoria histórica -por supuesto, según determinados «memorialistas»- se ha vuelto a hablar de las dos dictaduras militares de nuestro siglo XX, identificándolas como si de una sola cosa se tratase. Creo necesario puntualizar: nada más diverso que la concepción política del primer dictador -Primo- respecto a la del segundo -Franco-. Tan diverso como lo que distanciaba, desde un punto de vista humano, a los dos dictadores: el primero, andaluz, abierto, transigente, con un espíritu liberal que nunca desmintió; gallego el otro, encerrado en una obsesión antiliberal y antidemocrática; convencido de que, como brazo armado de Dios, le estaban permitidas todas las fulminaciones.
La dictadura de Primo de Rivera fue deseada y aplaudida a su advenimiento por todos los que, al comprobar que no eran llamados para encauzarla, se volvieron contra ella: el caso más flagrante, Ortega y los suyos. Don Miguel fue, ideológicamente, un discípulo de Costa; se creyó a sí mismo el «cirujano de hierro» que aquél, con notoria imprudencia, había invocado en vísperas del 98. En cuanto tal, no pretendió -como luego haría Franco- acabar con la democracia, sino hacer auténtica la pseudo-democracia en que había degenerado el transaccionismo canovista. Pretendió sustituir a los dos partidos turnantes -que habían perdido raíces en la realidad del país, en aras del famoso caciquismo electoral- por fuerzas políticas con auténtica raíz en la sociedad española. De aquí su apelación a la ciudadanía para que le brindase hombres rectos, sabios, laboriosos y probos «que puedan constituir gobierno a nuestro amparo». Creyó hallarlos, por la derecha, en la movilización burguesa por él mismo encauzada -la «Unión Patriótica»: algo así como el rassemblement du peuple français, que muchos años después asumiría en Francia el general De Gaulle; y soñó, por la izquierda, con un partido socialista evolucionado de la misma forma que en Inglaterra había ocurrido con el laboralismo integrado en la Monarquía por aquellos mismos años. En cuanto al anarquismo revolucionario de la CNT -culpable y protagonista de la guerra social padecida en Cataluña durante lo que allí se llamó el «trienio bolchevique»-, quedó excluido de la legalidad, a satisfacción, tanto de los burgueses de la Lliga como de los socialistas de Largo Caballero; el cual, por cierto, no dudó en prestar su colaboración personal al Régimen, asumiendo el cargo de Consejero de Estado (aunque el Partido mantendría, como una reserva, el maximalismo antimonárquico y antidictatorial de Prieto).
Pero ante todo, el régimen atendió al problema que -junto con el social- venía constituyendo la pesadilla del país, sobre todo desde 1921: Marruecos. Mediante un acuerdo con Francia, la acción conjunta de las dos potencias permitió cerrar el largo proceso de instalación del Protectorado. El victorioso desembarco en Alhucemas resultó decisivo para acabar con la pretendida «república del Rif»: en 1927, prisionero de los franceses Abd-el Krim, la guerra finalizó: ese mismo año, Don Alfonso XIII y Doña Victoria pudieron recorrer la «zona española» desde Tetuán hasta Melilla, en un viaje triunfal. Aunque España debiera sólo a don Miguel que éste pusiera fin a la sangría de hombres y dinero que el problema de Marruecos venía suponiendo desde muchos años atrás, ello sería suficiente para una gratitud que nuestro país -desgraciadamente, un país de ingratos- no le dispensó nunca.
Pero don Miguel cometió dos graves errores: no tener en cuenta a los intelectuales que, como Ortega, le habían pedido -yo diría que impúdicamente, dada su actitud posterior- que los llamase a colaborar y orientar la situación que habían saludado con entusiasmo a su advenimiento; y enfrentarse con la que había sido su plataforma de lanzamiento en 1923: la burguesía catalana de la Lliga Regionalista. De otra parte, su empeño en acabar con el «espíritu de cuerpo» -como el que había dado lugar a las «juntas militares de defensa»- fundiendo en una gran hermandad exenta de especiales privilegios a todo el Ejército, y de aquí la fundación de la Academia General de Zaragoza, le restó simpatía precisamente entre aquellos que le habían respaldado en el inicial «Directorio Militar».
Llegó demasiado tarde la Asamblea Consultiva que él quiso convertir en Constituyente. Y los viejos partidos -que no le perdonaron nunca el hecho de que los arrumbara como trastos inútiles- se alzaron en defensa de una ortodoxia constitucional vulnerada.
Pero don Miguel no intentó imponerse contra corriente. Cuando comprendió que ya no le querían, se marchó. Como comentaría mucho tiempo después el indiscutible intelectual y demócrata Camilo José Cela: «Quizá sea Primo de Rivera el único dictador de la historia que se fue por las buenas y despidiéndose cordialmente del país». ¿Algo que ver con Franco?
*De la Real Academia de la Historia
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