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Vivir rutinariamente

Vivir rutinariamente

 

Unas personas viven mejor que otras en el ambiente que cada una de ellas ha elegido o en el que se ve forzada a vivir. Hay algo, sin embargo, en esas vidas, tan diferentes unas de otras, que les proporciona un toque de igualdad: es la rutina. Cada persona suele adquirir un determinado hábito para hacer sus cosas, por mera práctica y sin razonarlas, sin analizar si debe hacerse así, en cada caso, o de otra manera. Vivir rutinariamente significa, en el fondo, que la persona deja de usar una de las cualidades que más la distinguen, la de saber por qué y para qué ha de responder de una forma determinada, la que verdaderamente corresponda, en cada caso. La rutina es necesaria en determinados procesos mecánicos de repetición, pero no es conveniente para la persona. Ésta ha de actuar, en cada caso, de acuerdo con lo que la situación peculiar del mismo demande. Para ello debe estar preparada toda persona y así no defraudará lo que la buena convivencia social demanda en justicia y por amor a toda la gente.

 

Es preciso que, en cada momento y ocasión, se sepa actuar para ayudar a quienes lo necesiten y también para evitar que se puedan producir situaciones difíciles y hasta de todo punto innecesarias. La comodidad que se haya podido conseguir para nuestra vida hay que saber dejarla, al menos en parte, para ir a atender lo que otros necesitan y que no pueden lograr con sus propios medios. Hay que llevar a los demás, a todos cuantos se pueda, la caricia del amor fraterno, de ese amor que nada pide a cambio, de ese amor que es leal con la verdad de la misión que cada persona tiene en su vida, la de hacer el bien siempre aunque sea a costa de sacrificios personales. La lealtad, hacia quien sea, hace llanos los caminos ásperos. La lealtad no entiende de dificultades, pues es una fuerza del alma que impulsa a la entrega, por amor, al bien que se hace a cualquiera que sea quien lo vaya a recibir. Lealtad es amor.

 

No se le deben poner trabas a ese amor profundo del alma que nace para servir, con lealtad, a las necesidades de la humanidad. Necesidades que no hay que esperar a que nos las vengan a exponer sino que se captan con facilidad a poca sensibilidad que cada persona se decida a poner en actividad. Hay que mantener en alerta la sensibilidad personal, dejando de lado aquello que nos hace vivir, rutinariamente, pensando exclusivamente en aquello que nos proporciona una cierta comodidad. La lealtad hacia los demás, por amor, vale mucho más.

 

En la liturgia de la Iglesia católica se muestra la gran importancia del amor fraterno por medio del ejemplo de Jesús, que entregó su vida por toda la Humanidad, la de todos los tiempos, aceptando el sufrimiento de una dolorosa Pasión y muerte en la Cruz. Vivir esa liturgia, con profundidad y visión sobrenatural, nos dispondrá a todos a vivir debidamente la lealtad al amor fraterno; con sinceridad y con todo el sacrificio que pudiera ser necesario.

 

Sentir la llamada del amor fraterno y dar respuesta sincera y honda a ella nos hará vivir una vida siempre nueva, una vida en la que siempre habrá algo que nos ilusionará de nuevo, una vida siempre joven, ágil y fructífera, una vida en la que siempre habrá la luminosidad y el bello colorido de nuevas primaveras.

 

Manuel de la Hera Pacheco.- 12.Abril.2006.- 

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